El primer muchacho al que su abuelo llevó a conocer el hielo no fue el coronel Aureliano Buendía, sino Rubén Darío, un jovencito nicaragüense con un talento poético tan enigmático y espontáneo como el que luego emanaría de García Márquez a la hora de contar historias. Junto con Martí, Rubén Darío inventó el modernismo latinoamericano, una especie de Renacimiento empollado en los trópicos, cuya ambición ecuménica hermanó los refinamientos franceses con los mitos griegos, las ideas de Nietzsche con las leyendas nórdicas, el exotismo de Oriente con el preciosismo clásico. Como si aquello no hubiera sido suficiente, Rubén Darío fue el primer poeta en imprimirle un giro americanista al modernismo. Horrorizado con la expansión imperialista de Estados Unidos en el Caribe, emprendió en 1898 una belicosa cruzada en contra de los “bárbaros” del norte, que luego tendría a José Enrique Rodó como su mayor vocero.
Pero de poco sirvieron las advertencias y los poemas críticos —como aquel que dedicó a Roosevelt— de Rubén Darío. En 1909, una invasión de marines derrocó al presidente José Santos Zelaya, y tres años más tarde, en 1912, el país fue ocupado durante dos décadas. La presencia yanqui llegó a su fin en 1933 gracias a la lucha de Augusto Sandino, el guerrillero más famoso de América Latina que, curiosamente, nada tuvo de marxista. Sandino fue un alumno indirecto de Rodó y del antiamericanismo que predicó la revista Ariel, del hondureño Froylán Turcios. Su triunfo ante los yanquis fue el triunfo del arielismo, una visión de la identidad latinoamericana, anacrónica y reaccionaria, que sentenciaba la incompatibilidad racial de los latinos y los sajones.
Los gringos se fueron, pero al frente de la Guardia Nacional dejaron a Anastasio Somoza, el traidor que ordenaría la muerte de Sandino y plantaría una dinastía de dictadores. Tres Somoza se turnaron la Presidencia. El primero de ellos subió al poder respaldado por la segunda generación de poetas nicaragüenses, los jóvenes vanguardistas que, animados por la idea del gran hombre y un nacionalismo recalcitrante, vieron en Somoza la encarnación de las esencias nicaragüenses. Enfundados en camisas azules, dieron la bienvenida al dadaísmo y al fascismo.
Hubo que esperar a la tercera generación de escritores e inconformes para que, en 1979, inspirados en Cuba e ideales izquierdistas, una nueva revolución extirpara del poder la escoria somocista. Pero esta revolución, como la de Sandino, también fue traicionada. Después de gobernar a Nicaragua durante una década, Daniel Ortega y Rosario Murillo empezaron a metamorfosearse. Cuando retornaron al poder en 2007, ya se habían convertido en un par de autócratas. Los desaparecidos y los muertos que han caído durante las protestas de los últimos días son el síntoma trágico de su enquistada tiranía.
Pero al mismo tiempo llegaban buenas noticias. Mientras en Managua la gente seguía plantándole cara al gobierno, Sergio Ramírez, uno de los revolucionarios que derrocó al tercer Somoza y que luego, al ver los síntomas antidemocráticos, se distanció de Ortega, recibía el Premio Cervantes de Literatura. En un país de poetas y dictadores, parece claro qué lugar les reservará la historia: Sergio Ramírez del lado de Rubén Darío; Ortega del de Somoza.
El primer muchacho al que su abuelo llevó a conocer el hielo no fue el coronel Aureliano Buendía, sino Rubén Darío, un jovencito nicaragüense con un talento poético tan enigmático y espontáneo como el que luego emanaría de García Márquez a la hora de contar historias. Junto con Martí, Rubén Darío inventó el modernismo latinoamericano, una especie de Renacimiento empollado en los trópicos, cuya ambición ecuménica hermanó los refinamientos franceses con los mitos griegos, las ideas de Nietzsche con las leyendas nórdicas, el exotismo de Oriente con el preciosismo clásico. Como si aquello no hubiera sido suficiente, Rubén Darío fue el primer poeta en imprimirle un giro americanista al modernismo. Horrorizado con la expansión imperialista de Estados Unidos en el Caribe, emprendió en 1898 una belicosa cruzada en contra de los “bárbaros” del norte, que luego tendría a José Enrique Rodó como su mayor vocero.
Pero de poco sirvieron las advertencias y los poemas críticos —como aquel que dedicó a Roosevelt— de Rubén Darío. En 1909, una invasión de marines derrocó al presidente José Santos Zelaya, y tres años más tarde, en 1912, el país fue ocupado durante dos décadas. La presencia yanqui llegó a su fin en 1933 gracias a la lucha de Augusto Sandino, el guerrillero más famoso de América Latina que, curiosamente, nada tuvo de marxista. Sandino fue un alumno indirecto de Rodó y del antiamericanismo que predicó la revista Ariel, del hondureño Froylán Turcios. Su triunfo ante los yanquis fue el triunfo del arielismo, una visión de la identidad latinoamericana, anacrónica y reaccionaria, que sentenciaba la incompatibilidad racial de los latinos y los sajones.
Los gringos se fueron, pero al frente de la Guardia Nacional dejaron a Anastasio Somoza, el traidor que ordenaría la muerte de Sandino y plantaría una dinastía de dictadores. Tres Somoza se turnaron la Presidencia. El primero de ellos subió al poder respaldado por la segunda generación de poetas nicaragüenses, los jóvenes vanguardistas que, animados por la idea del gran hombre y un nacionalismo recalcitrante, vieron en Somoza la encarnación de las esencias nicaragüenses. Enfundados en camisas azules, dieron la bienvenida al dadaísmo y al fascismo.
Hubo que esperar a la tercera generación de escritores e inconformes para que, en 1979, inspirados en Cuba e ideales izquierdistas, una nueva revolución extirpara del poder la escoria somocista. Pero esta revolución, como la de Sandino, también fue traicionada. Después de gobernar a Nicaragua durante una década, Daniel Ortega y Rosario Murillo empezaron a metamorfosearse. Cuando retornaron al poder en 2007, ya se habían convertido en un par de autócratas. Los desaparecidos y los muertos que han caído durante las protestas de los últimos días son el síntoma trágico de su enquistada tiranía.
Pero al mismo tiempo llegaban buenas noticias. Mientras en Managua la gente seguía plantándole cara al gobierno, Sergio Ramírez, uno de los revolucionarios que derrocó al tercer Somoza y que luego, al ver los síntomas antidemocráticos, se distanció de Ortega, recibía el Premio Cervantes de Literatura. En un país de poetas y dictadores, parece claro qué lugar les reservará la historia: Sergio Ramírez del lado de Rubén Darío; Ortega del de Somoza.