Dentro de un par de días tendremos un nuevo presidente y todos, independientemente de quien gane, quedaremos con un mal sabor de boca.
Desde que tengo memoria, ninguna campaña política había polarizado tanto a la sociedad. El alarmismo y la exageración nos han convertido a todos en perros comunistas o en paracos fascistas, y ese ha sido el residuo de mayor toxicidad que se ha vertido durante la contienda: el extremismo. La ultraizquierda y la ultraderecha solían estar ambas en el bando contrario y despertar igual recelo entre demócratas. Guerrilleros y paramilitares eran el verdadero enemigo; los demás —de centro, izquierda y derecha—, los don nadie que conformamos la sociedad civil, aborrecíamos por igual los proyectos totalitarios ligados al socialismo del siglo XXI de Chávez o a la limpieza ideológica del paramilitarismo. Ahora, debido a una confrontación llena de altisonancias y mentiras, los miedos están a flor de piel, los peligros se han magnificado, la amenaza a la prosperidad y a las libertades asoma por todas partes.
Debemos bajar de nuevo a la realidad para atajar el fanatismo y la irracionalidad. Así como resulta absurdo creer que quienes vamos a votar por Santos simpatizamos con el castrochavismo o somos tontos útiles de la izquierda radical, me niego a creer que quienes van a votar por Zuluaga vean con simpatía el obrar de los paramilitares o tengan filiaciones fascistas. Entiendo perfectamente a quienes no tienen estómago para ver a Iván Márquez y a gente untada de sangre haciendo política impunemente. Pero estas personas también deben entender que quienes nos hemos arriesgado a apoyar el proceso de paz, a pesar de todo el recelo que despierta, lo hacemos porque se vislumbra como un camino real y rápido para desactivar una máquina de guerra atroz. Aquí no hay soluciones fáciles y toda decisión se toma con las narices tapadas: esto es Colombia, señores.
La situación lamentable a la que hemos llegado después de tantas décadas de sangre y locura nos deja rodeados de prominentes chavistas que minimizan el autoritarismo represor, nihilistas jocosos que invocan el caos para salvar el chiste y guerrilleros esclerotizados que defienden al pueblo cercenándolo con minas quiebrapatas; también de paramilitares que a sangre y fuego promueven el latifundismo, militares que matan civiles para abultar cifras y políticos que comulgan —ellos sí— con el fascismo y la curia tenebrosa. Extremismo por todas partes que finaliza en justificación infame del delito. Ese es el verdadero enemigo. Ni los votantes de Santos ni los votantes de Zuluaga —tampoco los que votan en blanco— debemos olvidarlo. Cuando los valores liberales como el pluralismo, la tolerancia y el juego limpio han perdido peso, el reto de la ciudadanía refractaria a los extremos es defenderlos. Ni perros comunistas ni paracos fascistas; ni élite casposa ni pueblo auténtico. Ciudadanos a quienes más nos vale tener los pies en la tierra y los ojos bien abiertos, porque quien llegue a la Presidencia tendrá en sus manos decisiones vitales. De él dependerá la salud de nuestras instituciones. Y más vale que las cuide: ésas son las únicas puertas que de verdad frenan el castrochavismo y el paramilitarismo.
Carlos Granés *
Dentro de un par de días tendremos un nuevo presidente y todos, independientemente de quien gane, quedaremos con un mal sabor de boca.
Desde que tengo memoria, ninguna campaña política había polarizado tanto a la sociedad. El alarmismo y la exageración nos han convertido a todos en perros comunistas o en paracos fascistas, y ese ha sido el residuo de mayor toxicidad que se ha vertido durante la contienda: el extremismo. La ultraizquierda y la ultraderecha solían estar ambas en el bando contrario y despertar igual recelo entre demócratas. Guerrilleros y paramilitares eran el verdadero enemigo; los demás —de centro, izquierda y derecha—, los don nadie que conformamos la sociedad civil, aborrecíamos por igual los proyectos totalitarios ligados al socialismo del siglo XXI de Chávez o a la limpieza ideológica del paramilitarismo. Ahora, debido a una confrontación llena de altisonancias y mentiras, los miedos están a flor de piel, los peligros se han magnificado, la amenaza a la prosperidad y a las libertades asoma por todas partes.
Debemos bajar de nuevo a la realidad para atajar el fanatismo y la irracionalidad. Así como resulta absurdo creer que quienes vamos a votar por Santos simpatizamos con el castrochavismo o somos tontos útiles de la izquierda radical, me niego a creer que quienes van a votar por Zuluaga vean con simpatía el obrar de los paramilitares o tengan filiaciones fascistas. Entiendo perfectamente a quienes no tienen estómago para ver a Iván Márquez y a gente untada de sangre haciendo política impunemente. Pero estas personas también deben entender que quienes nos hemos arriesgado a apoyar el proceso de paz, a pesar de todo el recelo que despierta, lo hacemos porque se vislumbra como un camino real y rápido para desactivar una máquina de guerra atroz. Aquí no hay soluciones fáciles y toda decisión se toma con las narices tapadas: esto es Colombia, señores.
La situación lamentable a la que hemos llegado después de tantas décadas de sangre y locura nos deja rodeados de prominentes chavistas que minimizan el autoritarismo represor, nihilistas jocosos que invocan el caos para salvar el chiste y guerrilleros esclerotizados que defienden al pueblo cercenándolo con minas quiebrapatas; también de paramilitares que a sangre y fuego promueven el latifundismo, militares que matan civiles para abultar cifras y políticos que comulgan —ellos sí— con el fascismo y la curia tenebrosa. Extremismo por todas partes que finaliza en justificación infame del delito. Ese es el verdadero enemigo. Ni los votantes de Santos ni los votantes de Zuluaga —tampoco los que votan en blanco— debemos olvidarlo. Cuando los valores liberales como el pluralismo, la tolerancia y el juego limpio han perdido peso, el reto de la ciudadanía refractaria a los extremos es defenderlos. Ni perros comunistas ni paracos fascistas; ni élite casposa ni pueblo auténtico. Ciudadanos a quienes más nos vale tener los pies en la tierra y los ojos bien abiertos, porque quien llegue a la Presidencia tendrá en sus manos decisiones vitales. De él dependerá la salud de nuestras instituciones. Y más vale que las cuide: ésas son las únicas puertas que de verdad frenan el castrochavismo y el paramilitarismo.
Carlos Granés *