El lenguaje inclusivo se lo inventaron para excluirte a ti
En estos días, mientras veía un video viral de la ministra de Igualdad de España haciendo alarde —abusando, en realidad— del lenguaje inclusivo, creí finalmente entender cuál era su finalidad. Bastaba con leer el subtexto, la corriente moral o moralizante que mueve las mareas de esta peculiar forma de hablar. No qué se dice, sino para qué se dice. Y entonces fue claro. A la ministra la movía cualquier afán menos el de igualar o incluir a nadie, más bien lo contrario. La jerga que usaba estaba creando, como todas las jergas, una diferencia entre quien la usa y quien no, entre quien repite la letanía de todos, todas, todes y quien no. Tras esa partición de los mares lingüísticos, el resultado era dos bandos separados, uno aquí y otro allá, uno que sí ha acudido al llamado de la nueva moralidad de temporada, recién importada de Estados Unidos, y otro que se ha quedado en el pasado, en la caverna, donde por supuesto sólo perviven las actitudes tóxicas.
A eso se reduce el lenguaje inclusivo, eso lo explica: quiere excluirte a ti. Quiere demostrarte, mediante el ejemplo virtuoso, que no estás a la altura moral de los tiempos y que por lo mismo, qué le vamos a hacer, eres un poco peor persona que los demás. No es que se muera un gatito cada vez que digas todos en lugar de todos, todas y todes, es que invisibilizas a millones de personas del lenguaje, las niegas, las excluyes de la realidad, te dicen. La palabra “todes” es por eso un desafío, un chantaje moral. Quien la usa esta luchando contra los males del mundo, quien no la usa los perpetúa. Cómo no ceder entonces a la neolengua. Habla como yo, te dice, únete a mi tribu que es moralmente mejor que la tuya, y verás cómo dejas de contaminar el mundo con machismo o con los inenarrables vicios que exhalas cada vez que abres la boca.
Aunque no, me corrijo, el asunto nunca es tan sencillo. Las jergas evolucionan para que no sea fácil asimilarlas o apropiarse de ellas. Su función nunca es igualar o incluir sino marcar fronteras. Se inventan para diferenciar a los jóvenes de los viejos, a los ricos de los pobres, a los snobs de los simplones, a los marihuaneros de los zanahorios (qué CT), a los de un lugar de los de otro o, como ahora, en estos tiempos hipermoralizados y cursis, a los concienciados de los indiferentes, a los wokes de los ciegos que no ven los vicios coloniales y heteropatriarcales que arrastran por el mundo. Decir “todes” no afecta la realidad, afecta tu realidad: te hace sentir mejor y te sirve como salvoconducto para formar parte de un grupo selecto. Un grupo que existe única, exclusivamente porque otras personas no dicen “todes”. En el instante en que todos, todas y todes digamos todos, todas y todes, tendrá que inventarse una nueva fórmula para diferenciar a los verdaderamente puros de los advenedizos. Porque aquí la cosa no es arreglar un problema real sino ver quién es mejor que el otro, quién tiene autoridad moral para hablar y quién mejor se queda calladito. Y, como siempre, al que querrán callar es a quien no se pliega a la bobería del momento, al manido espíritu de los tiempos. Cancelado, te dirán, así el equivocado no seas tú sino la época.
En estos días, mientras veía un video viral de la ministra de Igualdad de España haciendo alarde —abusando, en realidad— del lenguaje inclusivo, creí finalmente entender cuál era su finalidad. Bastaba con leer el subtexto, la corriente moral o moralizante que mueve las mareas de esta peculiar forma de hablar. No qué se dice, sino para qué se dice. Y entonces fue claro. A la ministra la movía cualquier afán menos el de igualar o incluir a nadie, más bien lo contrario. La jerga que usaba estaba creando, como todas las jergas, una diferencia entre quien la usa y quien no, entre quien repite la letanía de todos, todas, todes y quien no. Tras esa partición de los mares lingüísticos, el resultado era dos bandos separados, uno aquí y otro allá, uno que sí ha acudido al llamado de la nueva moralidad de temporada, recién importada de Estados Unidos, y otro que se ha quedado en el pasado, en la caverna, donde por supuesto sólo perviven las actitudes tóxicas.
A eso se reduce el lenguaje inclusivo, eso lo explica: quiere excluirte a ti. Quiere demostrarte, mediante el ejemplo virtuoso, que no estás a la altura moral de los tiempos y que por lo mismo, qué le vamos a hacer, eres un poco peor persona que los demás. No es que se muera un gatito cada vez que digas todos en lugar de todos, todas y todes, es que invisibilizas a millones de personas del lenguaje, las niegas, las excluyes de la realidad, te dicen. La palabra “todes” es por eso un desafío, un chantaje moral. Quien la usa esta luchando contra los males del mundo, quien no la usa los perpetúa. Cómo no ceder entonces a la neolengua. Habla como yo, te dice, únete a mi tribu que es moralmente mejor que la tuya, y verás cómo dejas de contaminar el mundo con machismo o con los inenarrables vicios que exhalas cada vez que abres la boca.
Aunque no, me corrijo, el asunto nunca es tan sencillo. Las jergas evolucionan para que no sea fácil asimilarlas o apropiarse de ellas. Su función nunca es igualar o incluir sino marcar fronteras. Se inventan para diferenciar a los jóvenes de los viejos, a los ricos de los pobres, a los snobs de los simplones, a los marihuaneros de los zanahorios (qué CT), a los de un lugar de los de otro o, como ahora, en estos tiempos hipermoralizados y cursis, a los concienciados de los indiferentes, a los wokes de los ciegos que no ven los vicios coloniales y heteropatriarcales que arrastran por el mundo. Decir “todes” no afecta la realidad, afecta tu realidad: te hace sentir mejor y te sirve como salvoconducto para formar parte de un grupo selecto. Un grupo que existe única, exclusivamente porque otras personas no dicen “todes”. En el instante en que todos, todas y todes digamos todos, todas y todes, tendrá que inventarse una nueva fórmula para diferenciar a los verdaderamente puros de los advenedizos. Porque aquí la cosa no es arreglar un problema real sino ver quién es mejor que el otro, quién tiene autoridad moral para hablar y quién mejor se queda calladito. Y, como siempre, al que querrán callar es a quien no se pliega a la bobería del momento, al manido espíritu de los tiempos. Cancelado, te dirán, así el equivocado no seas tú sino la época.