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La universidad y los circuitos culturales se están convirtiendo en campos de batalla donde se enfrentan y repelen la libertad y la justicia. Parecería absurdo, y en realidad lo es, plantear una disyuntiva entre dos valores humanos que deberían nutrir la educación de cualquier ciudadano, pero los hechos están desafiando la lógica. Las nuevas pedagogías importadas de Estados Unidos vienen privilegiando, desde hace unos años, uno de esos dos valores, la justicia entendida como inclusión y reivindicación de las identidades marginadas —afros, trans, gais y hasta esa categoría impronunciable que los gringos llaman latinxs—, desentendiéndose y hasta oponiéndose a la libertad.
Hay muchos síntomas que lo demuestran. Hace poco la Sociedad de Psicología Social y Personalidad de Estados Unidos impuso a los investigadores, como requisito para participar en sus congresos, aclarar cómo su trabajo contribuye a “la equidad, la inclusión y a combatir el racismo”. Esto generó renuncias de académicos como Jonathan Haidt, cuya prioridad es el avance del conocimiento y de la ciencia, no el perfeccionamiento moral de la sociedad.
Las matemáticas también se han convertido en un campo donde la prioridad es combatir taras sociales. Hay asociaciones, como Spectra, que defienden el reconocimiento y la promoción de los matemáticos LGBTQIA+, y una profesora como Rochelle Gutiérrez ha hecho carrera lamentando que se usen nombres de hombres blancos, como Pitágoras, para hablar de las teorías matemáticas. Su propósito es que la enseñanza de la disciplina se rehumanice y que las matemáticas, contaminadas hasta el tuétano de “blancura”, dejen de ser un instrumento de discriminación racial.
La preponderancia de la justicia que se observa en la academia se replica en los campos culturales. Allí también empieza a ser más importante la inclusión y la reivindicación de las identidades victimizadas que la libertad de opinión. Una editorial prestigiosa como Almadía acaba de rescindir el contrato que tenía firmado con Carolina Sanín por esa razón. La escritora, como es sabido, no comulga con la teoría queer, y esto, según la nueva lógica justiciera, supone un vicio moral imperdonable que la hace susceptible de cancelación.
Poco a poco la misión de la universidad y de la cultura está cambiando; ya no es enseñar, debatir ideas, formar ciudadanos, entender la realidad o nutrir el carácter, sino hacer buenas personas: gente sensible a los privilegios y a las desigualdades. Esto está convirtiendo esos espacios en lo que no deben ser: púlpitos que imponen nuevos credos y nuevos moralismos incompatibles, muchas veces, con el libre ejercicio de la razón.
No se trata de despreciar la justicia. Todo ciudadano debe tener una noción de lo justo y de lo injusto, y esta debe guiar su comportamiento público. Pero la agenda educativa no puede centrarse en este único valor y convertir toda disciplina en un instrumento de reparación moral. Sin justicia las sociedades degeneran, es verdad, pero sin libertad pierden su mayor nutriente las ciencias, el pensamiento y las artes. Y sin estos elementos, que son justamente los que combaten la ignorancia y promueven el desafío a lo establecido, al sentido común, a lo que parece obvio, más que una sociedad justa, lo que nos queda es una sociedad dogmática.