Siempre albergué dudas sobre la rebeldía de quienes luchaban contra abstracciones. Es decir, de quienes se oponían al sistema, al heteropatriarcado, al colonialismo, a la burguesía o al imperialismo. O digámoslo de otra forma: no me parece en absoluto difícil ni meritorio enfrentar estos conceptos o usarlos como blanco de una diatriba revolucionaria. Ni la burguesía ni el imperialismo van a devolver la bofetada. Las abstracciones no tienen rostro, y cuando reciben las tres piedras del rebelde nadie se da por aludido. Muy distinto es decirle “no” a una persona concreta: a un dictador, a un mafioso, a un productor de Hollywood, a un empresario; ellos sí pueden devolver la ofensa.
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Siempre albergué dudas sobre la rebeldía de quienes luchaban contra abstracciones. Es decir, de quienes se oponían al sistema, al heteropatriarcado, al colonialismo, a la burguesía o al imperialismo. O digámoslo de otra forma: no me parece en absoluto difícil ni meritorio enfrentar estos conceptos o usarlos como blanco de una diatriba revolucionaria. Ni la burguesía ni el imperialismo van a devolver la bofetada. Las abstracciones no tienen rostro, y cuando reciben las tres piedras del rebelde nadie se da por aludido. Muy distinto es decirle “no” a una persona concreta: a un dictador, a un mafioso, a un productor de Hollywood, a un empresario; ellos sí pueden devolver la ofensa.
He pensado en esto después de leer Volver la vista atrás, la última novela de Juan Gabriel Vásquez, en la que recrea la vida del director de cine Sergio Cabrera. Si hay algo que demuestra este libro es que alguien puede convertirse en guardia rojo y hacer la revolución cultural china, luego volverse guerrillero y hacer la revolución proletaria en Colombia, para a la postre acabar siendo cualquier cosa menos un rebelde. Se puede estar en el epicentro de la revolución mundial —Sergio Cabrera estuvo allí— y sin embargo guardar una lealtad heterónoma hacia un destino soñado por alguien más, para la satisfacción moral y la realización vital de otro, no de uno mismo.
Y esto, a pesar de haber luchado no retórica sino activamente, con armas y jugándose la vida, contra la burguesía, el imperialismo y el sistema capitalista. La vida puso a Sergio Cabrera y a su hermana en estos escenarios sin preguntarles, sin darles tiempo a madurar criterios y deseos propios. Hicieron la revolución siendo los más obedientes hijos.
Pero incluso a ellos les llega el momento de hacer su propia y gran revolución. Y no, no la hacen en el gran escenario de la historia, ni en las calles de Pekín ni en la selva colombiana, la hacen en el espacio íntimo. Por primera vez Sergio Cabrera dice “no” y se lo dice a alguien concreto, no a una abstracción: a su padre. Imposible no pensar en Laurence Debray, la hija de Régis Debray, el compañero del Che en su aventura boliviana, que hizo lo mismo. Renunció a las causas de su padre para convertirse en su antítesis, en admiradora de un rey y en financista neoyorquina. Ahí, en ese gesto hay rebeldía, porque el padre es quien puede devolver la peor bofetada y no necesariamente con la mano. Más valor se necesita para decirle “no” a él que para enfrentar a un ejército, y ya ni hablar de desafiar al imperialismo o a la burguesía: nada más fácil.
En el desafío al padre resalta el elemento crucial de toda rebelión: la ruptura. El revolucionario es aquel que ha encontrado un buen motivo para traicionar a su entorno, y ese buen motivo suele ser la libertad. En algunos casos, la libertad individual; en otros, la colectiva. El caso es que la libertad siempre supone traicionar la convención, la tradición, el statu quo o el guion moral preponderante. Y todo ello lo pueden imponer la familia, la institución, las iglesias, los mundillos, el gobierno. Laurence Debray y Sergio Cabrera mandaron al demonio la insurrección tercermundista, a pesar de que sus padres encarnaban sus mitos y valores. Convertirse en burgués puede ser, a veces, la más trascendente rebelión.