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Hay algo en este presente distópico y pandémico que recuerda a los años 20 del siglo pasado, y no, lamentablemente no es la juerga ni el desmadre. Es la obsesión identitaria. Hace unos días, por ejemplo, las redes ardieron porque un editor holandés y otro catalán contrataron a escritores blancos para traducir la obra de Amanda Gorman, una poeta negra. La indignación se justificaba, decían, porque un blanco no puede entender la experiencia negra, mucho menos traducirla. Esto, que de por sí es absurdo porque supone que la raza determina los sentimientos o las reacciones ante los sucesos vitales, es sólo la punta del iceberg.
Hoy en día las identidades se han convertido en campanas neumáticas, aisladas e incomunicadas, porque ya nadie puede ponerse en los zapatos del otro. Es más, hacerlo es cometer la peor incorrección. Sólo se puede hablar en nombre propio y no como individuo, claro, sino como miembro de una raza o de una identidad. Por eso Amanda Gorman se quedó sin traducciones, y por eso los actores de doblaje que ponían voz a los personajes “racializados” de Los Simpson perdieron el trabajo, y por eso se oye hablar de apropiacionismo cultural cuando un occidental incorpora un elemento de otra cultura en sus creaciones, y por eso una artista blanca como Dana Schutz se metió en un tremendo lío por pintar la imagen de un niño negro muerto. Hasta en las grandes universidades estadounidenses se organizan fiestas de grado por comunidad indentitaria: fiesta para negros, fiesta para LGBTIQIA+, fiesta para latinxs.
Muchas cosas se han olvidado en estos tiempos: el humanismo ilustrado, la empatía y la imaginación, justo las capacidades humanas que han permitido entender el dolor del otro y universalizar los derechos humanos y las sanciones contra todo tipo de maltrato. Lo más grave es que el nicho donde han surgido estas ideas ha sido la universidad, una institución que nació —su nombre lo indica— con vocación universal y a la que los jóvenes iban a aprender de lo que no sabían, del otro, del extraño, justamente para vencer los prejuicios racistas y la ignorancia que los causaba. Pero no, ahora la experiencia en la universidad gringa pasa por descubrir una identidad y aferrarse a ella. Se va a aprender de uno mismo y de la historia de agravios padecidos; se va a aprender a ser víctima y a encontrar argumentos morales que permitan salir al mundo —o a Twitter— a quemar todo lo que parezca ofensivo.
Esa es la última traición de los intelectuales: ofrecer cheques sin fondos, vender identidades quejumbrosas y herramientas de análisis que sólo sirven para encontrar pruebas que reafirmen el propio victimismo. Y no, el conocimiento debe ayudar a cambiar destinos, a mejorarlos, no a perpetuar tradiciones identitarias. Lo más paradójico es que todo esto está ocurriendo en las universidades más elitistas del mundo, y lo más patético es que las universidades y los ámbitos culturales de otros países se están haciendo eco de esta insensatez que fragmenta las sociedades y convierte la identidad, escudarse en una identidad, en un magnífico negocio. Porque todo esto siempre beneficia a unos pocos, al oportunista de turno que llama la atención con su numerito. Los demás salen al mercado laboral creyendo que el mundo les debe algo y sin haber aprendido nada de nada.