La guerra de las estatuas y lo que está diciendo sobre la educación contemporánea
Las ciudades no se libran de la fricción que ejerce la historia sobre ellas. Ahí están, expuestas al fuego, a la asonada y al ciclo inclemente de destrucciones y de renovaciones; son una suerte de palimpsestos donde van quedando plasmadas todas estas sacudidas: las guerras, las revoluciones, los gobiernos buenos y los malos, y sobre todo las ideas o pasiones que movilizaron a la gente en un momento dado.
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Las ciudades no se libran de la fricción que ejerce la historia sobre ellas. Ahí están, expuestas al fuego, a la asonada y al ciclo inclemente de destrucciones y de renovaciones; son una suerte de palimpsestos donde van quedando plasmadas todas estas sacudidas: las guerras, las revoluciones, los gobiernos buenos y los malos, y sobre todo las ideas o pasiones que movilizaron a la gente en un momento dado.
Hoy en día, cómo no, algunas ciudades están siendo testigos y víctimas —siempre les toca asumir ambos roles— de las nuevas ideas y de la nueva sensibilidad o hipersensibilidad que se ha apoderado de los jóvenes activistas, sobre todo en Estados Unidos, aunque no únicamente. Hordas de manifestantes han derrumbado monumentos o los han saboteado, y en medio del afán purificador han caído hasta el bueno de Cervantes, que además de ser un genio literario también fue esclavo, y fray Junípero Serra, un misionero que debió ser casi un santo en vida. Ni la tecnología más sofisticada ni la educación en universidades del Ivy League han impedido que la pasión triunfe sobre la razón y que jóvenes con una extraordinaria capacidad para sentirse ofendidos por símbolos del pasado, en ocasiones del pasado remoto, hayan tomado la justicia simbólica en sus manos. Su sentencia ha sido despachada: nada que los ofenda puede quedar en pie; todo símbolo que remita al colonialismo, al racismo o la opresión, así sea ambiguo y lejano, debe caer, porque ningún vicio humano puede tener una representación visual y mucho menos una estatua sobre un pedestal.
Como si atacando el símbolo también se atacara el mal, las ciudades han sido víctimas de rituales de vudú masivos. Es un rasgo más de estos tiempos en que los civilizados se comportan como salvajes, precisamente porque han reemplazado la razón por la autoestima, por la pasión identitaria y por la infantil ilusión de que el mundo puede ser, si quemamos y censuramos todo lo que nos ofende, un lugar seguro, purgado de vicios, pulsiones y cosas feas que nos desafíen o nos amenacen.
En gran medida, las responsables de esta forma de ver las cosas son las universidades estadounidenses. Desde hace unas décadas, en lugar de formar a los estudiantes para que el mundo exterior les resulte cada vez menos amenazante, bien porque lo comprenden, diferencian el pasado del presente y logran tomar distancia crítica, o bien porque han ejercitado la razón, la mejor manera de sacar callo o desarrollar la ironía que permite reírse de todo aquello que en otras circunstancias parecería ofensivo, se han centrado en lo contrario, en victimizar a los estudiantes y en potenciar reacciones instintivas de autodefensa: los guetos identitarios y la cancelación de lo que no se ajusta a ese paraíso artificial donde todo es puro y virtuoso.
Esta forma de entender la educación tiende a extenderse a otras partes, y aunque el antiimperalismo siempre me ha parecido una conducta absurda, cuando no una pasión necia y antiilustrada, conviene no importar de Estados Unidos esta taradez pedagógica. Las ciudades y los monumentos destruidos no van a erradicar ningún mal de ninguna parte, pero quizás nos sirvan al resto como advertencia. La educación debería ayudar a superar y relativizar la identidad, sobre todo la racial, no a encerrarse en ella.