Puede que el tiempo convierta el gesto en una simple anécdota, pero el hecho es que la primera orden como presidente de Colombia de Gustavo Petro fue desenvainar la espada de Bolívar para convertirla en símbolo de su Gobierno. Sin advertir la paradoja, la autoproclamada primera presidencia izquierdista de Colombia se encomendaba al emblema tradicional de la derecha colombiana y a uno de los símbolos del fascismo latinoamericano. Porque bolivarianos en Colombia fueron los Leopardos, esa facción del Partido Conservador que quiso convertir a sus compañeros al fascismo; y porque bolivariano fue Rojas Pinilla, el dictador que censuró a la prensa liberal y persiguió a los comunistas.
Bolívar siempre ha sido una insignia nacionalista que combina muy mal con el internacionalismo y la izquierda. Ni hablar de la espada, el sable o sus equivalentes vernáculos como la tacuara, el facón o el corvo: todos han conmovido hasta el tuétano a los fascistas latinoamericanos. El primero de ellos, Leopoldo Lugones, celebró al gaucho que se enfrentó al español en el siglo XIX con su puñal tradicional, y después invocó el sable de los militares para que expulsaran al invasor del siglo XX. Ya no a los españoles, sino a los migrantes europeos que llegaban a Argentina con ideas anarquistas y socialistas. “La hora de la espada”, fue el título de una conferencia que dio en Lima con motivo de la batalla de Ayacucho, otra de esas divisas patrióticas, en la que justificó la urgencia de un golpe militar.
El arma que portaban las montoneras gauchas, la tacuara, también fue el símbolo de una asociación clerofascista de finales de los años 50, varios de cuyos miembros acabaron en las guerrillas o en la Triple A argentinas. Hasta Borges, en un momento de desesperación, se dejó seducir por el brillo de la espada. El horror al peronismo lo indujo a cometer el único error de su vida: pronunciar esas palabras condenatorias, “yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita”, que lo acercaron a Pinochet y a Videla y lo alejaron del Nobel.
Una mala idea sigue siendo mala independientemente de quién la defienda. Cuando el M-19 se apropió del nacionalismo rojaspinillista y del bolivarianismo, contagió a la izquierda de los mismos vicios que ya tenía la derecha. Ese arquetipo, la espada, ha sido una condena latinoamericana. Ha presupuesto la presencia de un invasor o de un opresor al que hay que combatir y extirpar; ha contribuido a legitimar la perniciosa idea de que el latinoamericano debe estar siempre en pie de lucha, por lo general contra abstracciones. De esa mitología y de esos chécheres vetustos y violentos quedan la paranoia, la virilidad y el patrioterismo. La condena a reeditar una y mil veces el gesto reivindicativo y justiciero, la demagogia; a fomentar la grandilocuencia, la bravuconería y la inevitable derrota. Pelear contra molinos es romántico y estético, pero estéril como pocas cosas.
Ahora Petro proclama un Gobierno de la paz total, inclusivo y feminista, y al mismo tiempo lo pone al amparo del más viril y belicoso de los símbolos. Quizás sólo quería cerrar su historia con el M-19 con un show lleno de épica y literatura, y que todo acabe, como dije, en anécdota. Ojalá, porque ahora tiene que enfrentar la realidad y la dichosa espada solo le va estorbar.
Puede que el tiempo convierta el gesto en una simple anécdota, pero el hecho es que la primera orden como presidente de Colombia de Gustavo Petro fue desenvainar la espada de Bolívar para convertirla en símbolo de su Gobierno. Sin advertir la paradoja, la autoproclamada primera presidencia izquierdista de Colombia se encomendaba al emblema tradicional de la derecha colombiana y a uno de los símbolos del fascismo latinoamericano. Porque bolivarianos en Colombia fueron los Leopardos, esa facción del Partido Conservador que quiso convertir a sus compañeros al fascismo; y porque bolivariano fue Rojas Pinilla, el dictador que censuró a la prensa liberal y persiguió a los comunistas.
Bolívar siempre ha sido una insignia nacionalista que combina muy mal con el internacionalismo y la izquierda. Ni hablar de la espada, el sable o sus equivalentes vernáculos como la tacuara, el facón o el corvo: todos han conmovido hasta el tuétano a los fascistas latinoamericanos. El primero de ellos, Leopoldo Lugones, celebró al gaucho que se enfrentó al español en el siglo XIX con su puñal tradicional, y después invocó el sable de los militares para que expulsaran al invasor del siglo XX. Ya no a los españoles, sino a los migrantes europeos que llegaban a Argentina con ideas anarquistas y socialistas. “La hora de la espada”, fue el título de una conferencia que dio en Lima con motivo de la batalla de Ayacucho, otra de esas divisas patrióticas, en la que justificó la urgencia de un golpe militar.
El arma que portaban las montoneras gauchas, la tacuara, también fue el símbolo de una asociación clerofascista de finales de los años 50, varios de cuyos miembros acabaron en las guerrillas o en la Triple A argentinas. Hasta Borges, en un momento de desesperación, se dejó seducir por el brillo de la espada. El horror al peronismo lo indujo a cometer el único error de su vida: pronunciar esas palabras condenatorias, “yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita”, que lo acercaron a Pinochet y a Videla y lo alejaron del Nobel.
Una mala idea sigue siendo mala independientemente de quién la defienda. Cuando el M-19 se apropió del nacionalismo rojaspinillista y del bolivarianismo, contagió a la izquierda de los mismos vicios que ya tenía la derecha. Ese arquetipo, la espada, ha sido una condena latinoamericana. Ha presupuesto la presencia de un invasor o de un opresor al que hay que combatir y extirpar; ha contribuido a legitimar la perniciosa idea de que el latinoamericano debe estar siempre en pie de lucha, por lo general contra abstracciones. De esa mitología y de esos chécheres vetustos y violentos quedan la paranoia, la virilidad y el patrioterismo. La condena a reeditar una y mil veces el gesto reivindicativo y justiciero, la demagogia; a fomentar la grandilocuencia, la bravuconería y la inevitable derrota. Pelear contra molinos es romántico y estético, pero estéril como pocas cosas.
Ahora Petro proclama un Gobierno de la paz total, inclusivo y feminista, y al mismo tiempo lo pone al amparo del más viril y belicoso de los símbolos. Quizás sólo quería cerrar su historia con el M-19 con un show lleno de épica y literatura, y que todo acabe, como dije, en anécdota. Ojalá, porque ahora tiene que enfrentar la realidad y la dichosa espada solo le va estorbar.