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La lección de guitarra

Carlos Granés
08 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

¿Aún hoy, después de la invasión de imágenes truculentas, sangrientas o explícitas propiciada por internet, alguna obra de arte nos sigue inquietando?

Mi respuesta es que no, que nuestra sensibilidad se ha embotado con tanto estímulo, pero la historia de La lección de guitarra, un cuadro que pintó el francés Balthus en 1934 y que desde entonces ha estado alejado del público, como si algún efecto corruptor tuviera, parece contradecirme.

La pintura fue expuesta por primera vez en 1934, en la galería parisiense de Pierre Loeb, pero no en la sala principal, sino en un pequeño cuarto trasero al que sólo unos pocos asistentes tenían acceso. Al poco tiempo fue adquirida por James Thrall Soby, un coleccionista de arte que la mantuvo oculta en un depósito, negándose a mencionarla en sus escritos sobre Balthus y mucho menos a exponerla con el resto de su colección. El cuadro cambió de manos. Perteneció al chileno Roberto Matta y pasó luego a formar parte de la colección de Pierre Matisse, que lo expuso en 1977 con enorme éxito. Cientos de personas pasaron por su galería neoyorquina sólo para ver ese cuadro. Matisse intentó donar la pintura al Moma, pero tras cinco años oculta en un depósito, Blanchette Rockefeller, escandalizada ante lo que le pareció una aberración, hizo que la devolvieran. Después de varias transacciones, la obra fue finalmente vendida a un magnate anónimo. La complicidad de Balthus aseguró que nadie supiera en qué ciudad del mundo se encontraba ni a quién pertenecía, lo cual convirtió su visita en un ritual lleno de secretos y pactos de silencio. En 1994 se filtró que el comprador era un armador griego, Stavros Niarchos, y que el cuadro colgaba en una solitaria pared, frente a una cama nupcial, en la alcoba principal de un lujoso apartamento de Nueva York.

¿Qué imagen podía despertar tanto recelo? La lección de guitarra muestra una de las escenas eróticas más inquietantes jamás pintadas. Imitando la postura de una Pietà, Balthus creó una imagen de dominación en la que una profesora de guitarra fuerza a su impúber alumna a yacer sobre sus piernas. Con la falda levantada y el sexo expuesto, la joven víctima se cuelga de la camisa de su maestra y le descubre un pecho. La mujer convierte a la niña en un instrumento, y su mano pulsa cuerdas invisibles en el interior de su muslo. La víctima se resiste y se entrega. No sabemos si sufre o si goza, ni si templa la camisa de su dómine defendiéndose o para acariciarle el pecho. La victimaria, cuyos rasgos faciales son sospechosamente similares a los de Balthus, entrecierra los ojos con la piedad y pasión que refleja la mirada de las vírgenes que sostienen el cuerpo magullado de Jesús. La lección de guitarra es blasfemo, es sádico, es lésbico, es pedófilo, pero no es esto, finalmente, lo que lo hace inquietante; imágenes así abundan. Lo que inquieta es el refinamiento de la pintura, su maestría formal, la habilidad del artista para crear una atmósfera en la que deseos y fantasías salvajes parecen normales y legítimas. Balthus, un falso aristócrata de gustos anacrónicos, no pintó lo que vivió sino lo que soñó. Sus cuadros no dan malas ideas. Recuerdan que las malas ideas ya están ahí, en la naturaleza de cada ser humano.

 

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