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A pesar de estar ubicada a menos de diez cuadras de donde mataron a Gaitán, justo en la sangrienta ruta por donde las hordas exaltadas escamparon la lluvia de balas saqueando y quemando cuanto local se cruzaban a su paso, la Pastelería Florida sobrevivió al Bogotazo. La confusión de aquel 9 de abril de 1948 mezcló a unos con otros, a incendiarios y a saqueadores, y en la Florida el asalto feroz de los primeros acabó neutralizando el de los segundos: las llamas que quemaban el local fueron apaciguadas por el agua que brotó de un tubo roto, milagro oficiado por un ladrón de lavamanos. Los otros cafés de la Séptima ardieron con todos sus recuerdos de movimientos poéticos y conspiraciones políticas.
La segunda vez que se salvó la Florida fue en 1968. En ese año murió mi abuelo, un jovencito venido de un pueblo vecino a Barcelona, que escapó de la Guerra Civil española migrando al trópico y fundando en 1936 la Florida. Su adorada herencia pasó luego a manos de mi papá y sus dos hermanas, cuyas vidas para ese entonces habían tomado rumbos muy diversos y hasta filosóficos, tanto que mi papá pudo darse el lujo de convertirse en un marxista afrancesado. A la hora de decidir qué hacer con la Florida, el socialismo consecuente de mi padre, caso único en la historia de la humanidad, orientó las discusiones: quienes debían quedarse con la Florida no eran ellos, que no la habían trabajado, sino Eduardo Martínez, el primer empleado que contrató mi abuelo.
Sólo Eduardo Martínez podía perpetuar, con el mismo sentido de trascendencia, un negocio que mi papá habría hecho quebrar en cuestión de meses. Así se salvo la Florida y así empecé yo a desconfiar de los socialistas y populistas que pretenden socializar la riqueza ajena, algo facilísimo de hacer -¡exprópiese!-, y luego, también, de cualquier comunista que se comprara un carro que no fuera un Lada. En casa hicimos ambas cosas. La primera, ya lo dije, salvó a la Florida; la segunda liquidó toda nostalgia que aún pudiera sentir por la Unión Soviética. Fuimos engañados, camaradas.
Desde entonces la Florida se ha vuelto a salvar muchas veces. Eduardo Martínez, como mi abuelo, le entregó la vida, y para cuando llegó a manos de Elsa, su hija, la pastelería ya no era algo real sino un mito, uno de esos lugares que no sólo existen en la realidad sino en los recuerdos, en las historias y en las mitologías de millones de bogotanos. Luego cambió de sede y volvió a salvarse, y luego vino el alcalde ladrón, y el abandono del centro, y las obras perpetuas, y la Florida siguió salvándose porque seguía siendo parte viva de la ciudad y de los paseos urbanos de oficinistas, estudiantes, desocupados y todo aquel que quisiera, así fuera sólo un tris, a esta ciudad imposible empotrada en la mitad de los Andes.
Pero entonces llegó el coronavirus y la Florida vuelve a estar en peligro, ya no por el efecto devastador de las multitudes sino por todo lo contrario: la soledad de las calles. Lo bueno, digo yo, es que ya no es responsabilidad exclusiva de los Martínez rescatarla, porque la Florida ha dejado de ser sólo de ellos. Es parte de Bogotá, de su historia, de su ritmo cotidiano. Por eso, mientras no podamos dejarnos caer por ahí, yo dejo caer esto por aquí: ahora hay servicio a domicilio. Son 84 años historia; ojalá sean muchos más.