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Hace unos días The Guardian, el diario inglés, publicaba una pequeña nota sobre la más reciente literatura latinoamericana corroborando un fenómeno que cada vez resulta más llamativo y seductor: nos hemos vuelto góticos. Mejor dicho, un grupo nutrido de autores nacidos entre los años 60 y los años 80 ha empezado a usar las herramientas del género para contar historias americanas. Estas herramientas nos resultan familiares a todos. Son los tópicos que han estado ahí, en la literatura y el cine de horror, desde siempre: la sensación de que hay fuerzas ocultas o presencias secretas que determinan nuestra vida y nuestros actos. Pueden estar ocultas en casas (gran tema, el de la casa embrujada), en la naturaleza (los bosques encantados, el refugio de un poder inhumano y maligno) o en los personajes que por alguna razón (estar locos, poseer algún don, ser rebeldes, malditos o directamente chamanes, curanderos o médiums) entran en contacto con realidades distintas, oscuras y peligrosas. Todos estos son los elementos con los que la sensibilidad romántica contaminó nuestra forma de ver el mundo, y la razón por la cual la noche, la enfermedad mental o los sitios en ruinas nos atemorizan. Hasta el más racional presiente que allí hay algo impredecible e inexplicable, una zona donde la lógica no opera y cualquier cosa puede ocurrir.
Lo interesante de estos nuevos escritores es que han recurrido a todos estos elementos para contar de nuevo la historia política latinoamericana. No todos, es verdad, pero al menos Mariana Enríquez, Gustavo Faverón, Rodrigo Blanco y Michelle Roche escriben sobre vampiros, sectas y médiums o psicópatas y torturadores para contarnos, de paso, sin querer queriendo, y ahí está la gracia, otra historia también aciaga e incomprensible, también oscura e irracional, la del poder en América Latina. ¿Cómo ha sido posible que nuestros países hayan estado gobernados por personajes como Juan Vicente Gómez, Alberto Fujimori, Hugo Chávez o la Junta Militar argentina? Tal vez ellos han sido nuestros frankensteins y nuestros dráculas, y su poder, lo que le ha dado un tono siniestro a nuestra realidad.
Esa es la gracia de esas novelas. El mando sanguinario que se ejerce desde los palacios de gobierno tiene consecuencias sobrenaturales. De pronto la sociedad entera empieza a enloquecer, el mal que anida en las personas se hace ingobernable, la ciudad se vuelve un espacio hostil y hasta las arquitecturas cobran vida. Quien entra en una casa ya no sale, es engullido de la misma forma en que los presos políticos que entraban en un centro de tortura ya no salían. Si la generación del boom creyó que la realidad y la historia latinoamericana podían explicarse por la influencia que tenían el mito, la superstición o el fanatismo en los fenómenos sociales y políticos, los narradores actuales proyectan la impresión de que los males sociales son inexplicables. Pasan, como los feminicidios de 2666, la novela de Roberto Bolaño, porque sí, porque la patología está en todas partes, anida en los niños, en los colegiales, en las familias. La demencia legitimada por bandas presidenciales pervierte a toda una sociedad hasta convertirla en algo monstruoso. Tal vez ahí, después de todo, sí hay una explicación, sobre todo un estímulo excitante para la imaginación.