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Rebajar el fanatismo y afilar el sentido crítico

Carlos Granés
17 de junio de 2022 - 05:30 a. m.

Dos formas de populismo, una nacional-popular-vernácula y otra nacional-patriarcal-occidentalizada, han quedado en pie después del terremoto político de la primera vuelta en las elecciones colombianas. “Cambio”, lo hemos llamado, pero aquel giro en realidad nos iguala con varios otros países latinoamericanos que ya han visto cómo, una vez el centro político se deshace, queda el radicalismo pastando entre escombros. Primero Perú y Chile, ahora Colombia y dentro de poco Brasil: las contiendas electorales están fracturando sociedades. Es tal la sensación de juicio final que se vive en la segunda vuelta y tan grande la preocupación por lo que puede ocurrir si X o Y llega al poder, que se empieza a perder la cordura.

Lo diagnosticó muy bien el politólogo Alberto Vergara con el caso peruano. Nuestros vecinos se radicalizaron tanto, se entregaron con tanta pasión a lo que creyeron era la opción menos mala, que todos acabaron transgrediendo sus propios principios con tal de legitimar al candidato por el que finalmente optaron. Antes de la primera vuelta se sabía que Castillo y Fujimori, como Hernández y Petro, eran opciones malas, imprevisibles y riesgosas, y sin embargo en la segunda ronda se peleó por ellas con un ahínco desmedido. Una locura. El resultado fue la erosión absoluta del centro y la división de la sociedad en dos bandos partisanos que trataron por todos los medios de autojustificar su voto. No solo eso. A la postre, la sociedad civil perdió y la clase política ganó. Perdió la sociedad porque se dividió, se desmovilizó y cayó en la más penosa desmoralización, y ganó la clase política porque se alió. Castillo ya no pelea con sus viejos rivales y muy por el contrario los deja legislar a favor propio. Todo transcurre en medio del descaro y la alevosía, a tal punto que hoy se señala a Castillo como posible líder de una organización criminal que opera en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones. Una sociedad que se odia, que no se puede unir para enfrentarse a unos políticos autoritarios, ha permitido la más vergonzosa colusión de intereses mafiosos en el Congreso.

Por eso a mí me interesa menos encontrar motivos para votar por Petro o Hernández, que asegurarme de que habrá una resistencia civil atenta a lo que haga el que gane. Porque ninguno de ellos ha cambiado en estos 15 días. Detrás del corazoncito de Petro y de sus “políticas de la vida” se agazapa un asqueroso matoneo y la más salvaje política populista, tan zafia como la táctica uribista que socavó el proceso de paz; que no se olvide. Ni tampoco que su verdadera pasión no es Colombia ni el pueblo, sino el poder. Petro es un político que se emborracha cada día de sí mismo para salir a cambiar el mundo. Y Hernández no se queda atrás. Estamos ante un patriarca indocto que produce vergüenza ajena con sus performances y cuyos instintos son igualmente autoritarios. Insulta, amenaza y golpea, ese no es el temple de un presidente y mucho menos de un estadista.

De manera que sí, vote por quien le parezca sin satanizar a quien opta por el otro. Pero, sobre todo, esté preparado para bajarse del bus y volver a la moderación, que a la larga será el único espacio que le dará libertad y autoridad para criticar los desastres que se vienen.

 

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