No creo que haya habido un relato más nocivo en los últimos tiempos que la desacreditación del centro político.
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No creo que haya habido un relato más nocivo en los últimos tiempos que la desacreditación del centro político.
No sólo en América Latina, también en Estados Unidos y en Europa han ganado enorme protagonismo los promotores de cambios radicales que, independientemente del disfraz que usen, izquierdistas o derechistas, prometen siempre lo mismo: deshacer el sistema “neoliberal” y globalizador, y devolverle el poder a la gente. Los que disparan desde la izquierda señalan la creciente desigualdad económica y la falta de inclusión social; quienes lo hacen desde la derecha recelan de las olas migratorias, la pérdida de empleos y las amenazas a la identidad nacional. Ambos quieren deshacerse de los organismos supranacionales —bien sea la OTAN, la Unión Europea o la OEA—, de las élites y de los expertos, y ambos tienen una obsesión malsana por el pasado. La izquierda, por lo “originario” o lo vernáculo; la derecha, por los tiempos de grandeza patriótica. Los dos quieren refundar los países para que tengan una connotación étnica: plurinacionales, los izquierdistas; nacionales, los derechistas.
Obsesionados por una noción identitaria de la participación civil, ambos desdibujan al individuo. Rescatan la pertenencia a una “nación ancestral”, una raza, un sexo o unas fronteras, y no buscan igualdad sino inclusión, visibilidad cultural y representatividad política para estos colectivos en cuanto diferentes. Tanto en la derecha como en la izquierda se piden liderazgos que lleguen a la presidencia a cambiar la historia, más que a gobernar; a devolver la dignidad, más que a solucionar problemas concretos; a rescatar la grandeza, la seguridad o la prosperidad robadas, más que a sembrar reformas que tengan continuidad en el tiempo. Todos suelen aterrizar con aires adanistas y todos suelen enunciarse como los primeros en algo. El primer izquierdista, el primer indígena, el primer campesino, el más joven, el más patriota, el elegido, el primer representante del pueblo, como si una etiqueta novedosa fuera la palanca infalible para mover las ruedas de la historia. Y todo esto se da en los extremos, en la izquierda y en la derecha populistas, que en el fondo son lo mismo: nacionalismo. La inclinación hacia aquí o hacia allá se da en función de matices: más popular y telúrico el izquierdista; más jerárquico, militarista e hispanista el de derecha. Para unos la nación está mejor representada por sus poblaciones vernáculas o sus clases populares; para los otros, por el Ejército, los sectores hispanizados o el empresariado nacional. Es por eso que en realidad no hay gran diferencia entre los radicalismos de derecha y de izquierda. La verdadera oposición y la verdadera alternativa vienen del centro político. De quienes no están interesados en “construir pueblo”, una categoría siempre necesitada de un líder que lo guíe, sino ciudadanía. Individuos autónomos, de múltiples y maleables afinidades identitarias, capaces de forjarse un criterio propio. Personas libres que no se dejan encorsetar por nada que esté por encima de ellas, bien se trate del pueblo, la raza o la nación. Esto es el centro político y por eso hay que reivindicarlo. Porque ahí llegan quienes no compran la demagogia autoritaria y populista.