En el tarjetón de mayo hay ocho fórmulas para la Presidencia y Vicepresidencia. Cuatro incluyen a personas afro para la vicepresidencia. Esto es un hito en un país que cambia y reconoce su diversidad. Al mismo tiempo, la discusión que siguió a los anuncios nos pone en un lugar incómodo: seguimos siendo una sociedad con una fuerte misoginia, racismo y clasismo. ¿Ignoramos la discusión o la damos? Me inclino por la segunda.
De las cuatro personas afro que acompañan las aspiraciones presidenciales, es la candidata a la vicepresidencia del Pacto Histórico la que más lodo recibe. En cualquier análisis, la dupla Petro-Márquez tiene opciones de ganar y así, la mujer negra, líder social que defiende su territorio desde los 15 años, es protagonista.
Lo que hemos visto los últimos días es que, en lugar de debatir las ideas y propuestas de Francia Márquez, el foco es que ella es una mujer negra, y por esto la descalifican. Hay ataques personales y ataques contra su identidad étnica. Al pecado de ser mujer en la política se suman entonces el racismo de quienes, por ejemplo, equiparan a Márquez con animales -estrategia usada históricamente para deshumanizar a las personas afro y negarles sus derechos- o cuando, despectivamente, la mandan a lavar pisos.
Ella como candidata debe aguantar el cuestionamiento contra la clase política, que frecuentemente es fuerte, grosero y directo. Pero al ser mujer negra recibe, además, embates misóginos, racistas y clasistas que deberían ser historia en el siglo veintiuno.
Francia Márquez tiene una trayectoria y perfil poco usuales en la política nacional. Líder comunitaria desde su adolescencia, fue empleada doméstica, es abogada y tiene en su haber varios premios por la defensa del medio ambiente y los derechos humanos. Esta trayectoria (que no incluye, por ejemplo, un cargo de elección, pero sí décadas de otras experiencias y liderazgo social), también se cuestiona desde prismas clasistas y sexistas. No estar de acuerdo con ella es un derecho, por supuesto. Y el debate sobre sus habilidades es parte de la previa electoral, como lo es de las otras candidaturas. Pero el tono y el nivel de violencia contra ella tienen un tufo muy desagradable, discriminatorio. ¿Qué hacemos con eso?
Aunque en Colombia se criminaliza la discriminación, las soluciones punitivistas tienen muchos limitantes. Suelen ser más populistas que efectivas, son de difícil interpretación para garantizar otros derechos y, en todo caso, no es realista pensar que esto se soluciona a punta de juicios penales.
Las redes sociales tienen normas de comunidad que buscan moderar los discursos en cada plataforma. Twitter, por ejemplo, modera el contenido multimedia de carácter delicado y las conductas que incitan al odio. Así, cualquiera puede denunciar contenido en el que se compara a personas con animales, o donde se expresa el deseo de que una persona o un grupo sufran un daño grave, o que hacen calumnias o epítetos racistas o sexistas.
Ante el incremento de estos discursos en redes sociales, las personas le piden cada vez más a las plataformas que intervengan según sus políticas y, durante las elecciones, éstas suelen tener planes de contingencia porque la situación se torna delicada.
Se entiende la rabia que producen estos contenidos y las ganas de desaparecerlos, pero éste debería ser el último recurso, reservado para cuando hay incitación a la violencia, por ejemplo. Resulta peligroso pedir que las plataformas sean los árbitros del debate electoral y que moderen lo que se dice de quienes están en la disputa del poder. Este remedio puede ser peor que la enfermedad, no solo porque pedir la moderación de contenidos para silenciar debe ser excepcional, además porque eso no desaparece los discursos ni las conductas discriminatorias, los barre hacia debajo de la alfombra.
Por ejemplo, que a la cantante Marbelle y al senador Bolívar les parezca válido usar recursos racistas, tanto para atacar como para defender a la candidata, no se soluciona silenciando el contenido. El debate público que evidencia el rechazo social puede contribuir a que desistan al ver que su aproximación es socialmente inaceptable y contribuye también a cambiar el ambiente.
Además, algo que poco vemos: el debate público es el que permite arropar y apoyar a la víctima, mostrándole que no está sola, que otras personas podemos ayudar a dar la pelea a través de la condena social. Cuando silenciamos los contenidos, el discurso pasa al sótano y las personas silenciadas pueden sentirse legitimadas a continuar su “lucha” en los márgenes, mientras nuestro reclamo por el debate de las ideas se olvida.
De otra parte, vale la pena recordar que hay personas que por sus cargos y posiciones tienen más poder y más obligaciones de dar ejemplo en el espacio público. La responsabilidad de las personas que tienen función pública y de quienes aspiran a cargos de elección popular es mayor. No pueden incurrir ni alentar estas conductas. O, está el caso de los medios de comunicación que tienen responsabilidad en la formación de la opinión pública, y que el hecho de ser periodista está atado a obligaciones éticas.
Adicionalmente, debemos pedir que a las obligaciones legales las acompañen estrategias educativas y medidas activas para combatir la discriminación estructural. Vale la pena llamar la atención del Consejo Nacional Electoral que es autoridad electoral, ¿Qué está haciendo? ¿A quién corresponde mantener estándares mínimos de ética profesional para fortalecer el debate democrático?
Cuando alguien decide buscar un puesto de poder político sabe que se somete al escrutinio público, que debe tolerar insultos y reclamos, pero no la misoginia, el racismo o el clasismo. Estamos en deuda de rechazar en forma clara y contundente los discursos discriminatorios y a quienes las fomentan. Sin embargo la contundencia y aceptación todavía importante del discurso discriminatorio nos congeló -me incluyo-, y nos está fallando la reacción colectiva.
La discriminación por razón de género, raza o condición social está prohibida en la Constitución y en obligaciones internacionales. Para aumentar la condena social podemos participar en campañas positivas que promuevan el debate, visibilicen y condenen la problemática. Pero, sobre todo hago un llamado a las responsabilidades colectivas. Las condenas deben también provenir de los partidos, los medios de comunicación, las asociaciones profesionales (Márquez es abogada, ¿no deben estas asociaciones rodearla?) y, por supuesto provocar una masiva respuesta desde los colectivos y las organizaciones sociales. Si la condena es general se eleva la discusión electoral y la dignidad de quienes la protagonizan.
En el tarjetón de mayo hay ocho fórmulas para la Presidencia y Vicepresidencia. Cuatro incluyen a personas afro para la vicepresidencia. Esto es un hito en un país que cambia y reconoce su diversidad. Al mismo tiempo, la discusión que siguió a los anuncios nos pone en un lugar incómodo: seguimos siendo una sociedad con una fuerte misoginia, racismo y clasismo. ¿Ignoramos la discusión o la damos? Me inclino por la segunda.
De las cuatro personas afro que acompañan las aspiraciones presidenciales, es la candidata a la vicepresidencia del Pacto Histórico la que más lodo recibe. En cualquier análisis, la dupla Petro-Márquez tiene opciones de ganar y así, la mujer negra, líder social que defiende su territorio desde los 15 años, es protagonista.
Lo que hemos visto los últimos días es que, en lugar de debatir las ideas y propuestas de Francia Márquez, el foco es que ella es una mujer negra, y por esto la descalifican. Hay ataques personales y ataques contra su identidad étnica. Al pecado de ser mujer en la política se suman entonces el racismo de quienes, por ejemplo, equiparan a Márquez con animales -estrategia usada históricamente para deshumanizar a las personas afro y negarles sus derechos- o cuando, despectivamente, la mandan a lavar pisos.
Ella como candidata debe aguantar el cuestionamiento contra la clase política, que frecuentemente es fuerte, grosero y directo. Pero al ser mujer negra recibe, además, embates misóginos, racistas y clasistas que deberían ser historia en el siglo veintiuno.
Francia Márquez tiene una trayectoria y perfil poco usuales en la política nacional. Líder comunitaria desde su adolescencia, fue empleada doméstica, es abogada y tiene en su haber varios premios por la defensa del medio ambiente y los derechos humanos. Esta trayectoria (que no incluye, por ejemplo, un cargo de elección, pero sí décadas de otras experiencias y liderazgo social), también se cuestiona desde prismas clasistas y sexistas. No estar de acuerdo con ella es un derecho, por supuesto. Y el debate sobre sus habilidades es parte de la previa electoral, como lo es de las otras candidaturas. Pero el tono y el nivel de violencia contra ella tienen un tufo muy desagradable, discriminatorio. ¿Qué hacemos con eso?
Aunque en Colombia se criminaliza la discriminación, las soluciones punitivistas tienen muchos limitantes. Suelen ser más populistas que efectivas, son de difícil interpretación para garantizar otros derechos y, en todo caso, no es realista pensar que esto se soluciona a punta de juicios penales.
Las redes sociales tienen normas de comunidad que buscan moderar los discursos en cada plataforma. Twitter, por ejemplo, modera el contenido multimedia de carácter delicado y las conductas que incitan al odio. Así, cualquiera puede denunciar contenido en el que se compara a personas con animales, o donde se expresa el deseo de que una persona o un grupo sufran un daño grave, o que hacen calumnias o epítetos racistas o sexistas.
Ante el incremento de estos discursos en redes sociales, las personas le piden cada vez más a las plataformas que intervengan según sus políticas y, durante las elecciones, éstas suelen tener planes de contingencia porque la situación se torna delicada.
Se entiende la rabia que producen estos contenidos y las ganas de desaparecerlos, pero éste debería ser el último recurso, reservado para cuando hay incitación a la violencia, por ejemplo. Resulta peligroso pedir que las plataformas sean los árbitros del debate electoral y que moderen lo que se dice de quienes están en la disputa del poder. Este remedio puede ser peor que la enfermedad, no solo porque pedir la moderación de contenidos para silenciar debe ser excepcional, además porque eso no desaparece los discursos ni las conductas discriminatorias, los barre hacia debajo de la alfombra.
Por ejemplo, que a la cantante Marbelle y al senador Bolívar les parezca válido usar recursos racistas, tanto para atacar como para defender a la candidata, no se soluciona silenciando el contenido. El debate público que evidencia el rechazo social puede contribuir a que desistan al ver que su aproximación es socialmente inaceptable y contribuye también a cambiar el ambiente.
Además, algo que poco vemos: el debate público es el que permite arropar y apoyar a la víctima, mostrándole que no está sola, que otras personas podemos ayudar a dar la pelea a través de la condena social. Cuando silenciamos los contenidos, el discurso pasa al sótano y las personas silenciadas pueden sentirse legitimadas a continuar su “lucha” en los márgenes, mientras nuestro reclamo por el debate de las ideas se olvida.
De otra parte, vale la pena recordar que hay personas que por sus cargos y posiciones tienen más poder y más obligaciones de dar ejemplo en el espacio público. La responsabilidad de las personas que tienen función pública y de quienes aspiran a cargos de elección popular es mayor. No pueden incurrir ni alentar estas conductas. O, está el caso de los medios de comunicación que tienen responsabilidad en la formación de la opinión pública, y que el hecho de ser periodista está atado a obligaciones éticas.
Adicionalmente, debemos pedir que a las obligaciones legales las acompañen estrategias educativas y medidas activas para combatir la discriminación estructural. Vale la pena llamar la atención del Consejo Nacional Electoral que es autoridad electoral, ¿Qué está haciendo? ¿A quién corresponde mantener estándares mínimos de ética profesional para fortalecer el debate democrático?
Cuando alguien decide buscar un puesto de poder político sabe que se somete al escrutinio público, que debe tolerar insultos y reclamos, pero no la misoginia, el racismo o el clasismo. Estamos en deuda de rechazar en forma clara y contundente los discursos discriminatorios y a quienes las fomentan. Sin embargo la contundencia y aceptación todavía importante del discurso discriminatorio nos congeló -me incluyo-, y nos está fallando la reacción colectiva.
La discriminación por razón de género, raza o condición social está prohibida en la Constitución y en obligaciones internacionales. Para aumentar la condena social podemos participar en campañas positivas que promuevan el debate, visibilicen y condenen la problemática. Pero, sobre todo hago un llamado a las responsabilidades colectivas. Las condenas deben también provenir de los partidos, los medios de comunicación, las asociaciones profesionales (Márquez es abogada, ¿no deben estas asociaciones rodearla?) y, por supuesto provocar una masiva respuesta desde los colectivos y las organizaciones sociales. Si la condena es general se eleva la discusión electoral y la dignidad de quienes la protagonizan.