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Con la nueva legislatura reaparece el compromiso pendiente en Colombia de proteger a alertadores o informantes, mejor conocidos internacionalmente como “whistleblowers”.
Los alertadores, informantes o “whistleblowers” son esas personas que se atreven a divulgar información con el fin de denunciar irregularidades o ilícitos que están pasando bajo el radar. Estas personas cumplen un importante rol de protección al interés público, garantizan nuestro derecho a la información y con frecuencia lo hacen a un costo muy alto, lo mínimo que debe hacer el Estado es comprometerse con su protección.
En 2015 el relator especial para la Libertad de Expresión de la ONU, David Kaye, publicó un completo informe donde hablaba de 60 países que ya tenían legislación. En 2018 aprobaron una directiva en la Unión Europea que obliga a los países miembros a tramitar medidas protectoras. En general, hay un creciente reconocimiento internacional para estas personas e incluso casos mediáticos que disputan su alcance. Sin embargo, en Colombia la situación es penosa, sin protección legal, y tenemos una cultura social que los condena por “sapos”.
El vacío existe a pesar de que la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) lo denunció varias veces, tanto dentro del proceso de adhesión de Colombia, como siendo ya país miembro. La última vez fue en diciembre de 2019 en el informe fase 3 "Implementing the OECD Anti-Bribery Convention". En este informe se habla de la resistencia a legislar para proteger a estas personas, se dice que esta es una barrera en la lucha contra la corrupción y se menciona que su situación en Colombia es hostil. De hecho, no pude leerlo sin dejar de pensar en Jorge Pizano, el interventor de la tristemente famosa concesionaria de la Ruta del Sol involucrada en los escándalos de Odebrecht. Pizano murió en 2018 dejando audios y grabaciones reveladores.
El informe de la OCDE habla de “resistencia” del país para proveernos de un marco garantista, porque el informe de la fase 2 ya había documentado y mencionado la falta de acción legislativa como una barrera y, aun así, dice, los avances son pobres. Si bien el foco de la OCDE es la protección a quienes den luz a casos de lavado de activos, sobornos y corrupción internacional, es muy importante la forma como se evidencia el vacío, pues apunta a una ausencia de cultura de protección y estima por estas personas, y en el fondo indica que como sociedad parece que valoramos es la acción de guardar silencio.
El seguimiento de años que ha hecho la OCDE evidencia que la situación de los informantes en Colombia es pésima y que lo diga con todas sus letras, en varias oportunidades puede ser la mejor esperanza de que algo cambie.
Ahora bien, condenar y perseguir la corrupción como un lastre para el desarrollo económico y social no es solo un tema de corrupción económica. Quienes cometen irregularidades y delitos de cualquier tipo, especialmente si violan derechos humanos o abusan de sus poderes -como los de vigilancia e interceptación de comunicaciones-, son también corruptos. Informar para dar luz sobre estas situaciones es importante pues no habrá desarrollo económico y social sin justicia integral, no se pueden separar.
El Informe rescataba el pasado diciembre la buena noticia de que el gobierno tramitaba una ley para esto. Supongo que se referían al proyecto de ley Pascasio, el que se hundió en la pasada legislatura. Como además, el informe invita a que Colombia presente un documento de avance en este tema para diciembre 2020, es de esperarse que Duque decida avanzar en adoptar los estándares internacionales mínimos en la lucha contra la corrupción y posiblemente dé prioridad al tema en la agenda legislativa.
La mala noticia es que el proyecto de ley que sigue vivo, listo para segundo debate, y con mensaje de urgencia es el 10/19 de Cámara. Este proyecto fija reglas penales y administrativas para luchar contra la corrupción e incluye unas polémicas penas para quienes usen o revelen información oficial confidencial. Como les conté el año pasado esas penas hacen que el proyecto no proteja, sino que castigue a los informantes. No puede ser presentado como el que atiende los compromisos del país en materia de protección a estas personas.
El desafío del Congreso colombiano es tramitar una ley que enfrente el vacío ampliamente documentado por la OCDE y que vaya más allá, no haciendo eco a la cultura del silencio sino a una que lo combata. Es importante que la legislación aborde no solo la dimensión económica y privada, además debe apoyarse en documentos de los organismos internacionales de derechos humanos -como los de la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA y los ya mencionados de la ONU- que piden a los Estados proteger de sanciones de cualquier tipo -legal, administrativa o laboral- a los funcionarios públicos que divulguen información sobre violaciones del ordenamiento jurídico, casos graves de corrupción, la existencia de una amenaza grave para la salud, la seguridad o el medio ambiente, o violaciones de derechos humanos o del derecho internacional humanitario. Es decir, habría que evitar lo que intenta el Proyecto de ley 10 mencionado.
Finalmente, el informe de la OCDE alerta que los casos mediáticos sobre retaliación contra informantes producen efectos disuasorios en otras personas, legislar y garantizar protección es una forma de romper el círculo vicioso y evitar el perverso efecto disuasorio. Recientes noticias como el arresto de los dos funcionarios de la Dirección de Investigación Criminal e INTERPOL de la Policía Nacional (Dijín) que destaparon la #Ñeñepolítica o la destitución del sargento que entregó a los siete soldados que violaron a una niña embera, envían el mensaje de que no es buena idea revelar los secretos del poder. Aunque ya se siente la condena social contra esas acciones retaliatorias, muchas voces reclamamos poner el foco en la protección y no en el castigo, lo que haga el Congreso importa en ese proceso.