¿Qué queremos, una ciudad o una ciudadanía inteligente?
“¡Lo que podríamos hacer si tan solo alguien nos diera una ciudad para intentarlo!”, dicen que dijo alguna vez Eric Schmidt, director ejecutivo de Alphabet, la empresa dueña de Google. El sueño se materializó cuando Sidewalk Lab, otra de las empresas controladas por Alphabet, ganó hace un año la licitación para desarrollar cinco hectáreas de las 300 de propiedad pública que hay en una zona deprimida de Toronto, listas para ser rehabilitadas.
El sueño, que comenzaba en 2017, en 2018 pareciera estar más cerca de ser una pesadilla. Múltiples cuestionamientos han surgido en torno a la idea, pero, sobre todo, preocupaciones en torno a la privacidad. Cada vez más se oye que, en lugar de una ciudad inteligente, lo que se construye es una ciudad que vigila.
Visto en retrospectiva, la ambición de Sidewalk Lab al insistir en tener completa autonomía respecto de las regulaciones de la ciudad, para que no hubiera ningún tipo de barrera en su desarrollo, puede ser el origen de la pesadilla que enfrenta.
En primer lugar, esa declaración generó muchas preguntas entre los habitantes de Toronto. Si bien es cierto que constantemente entregamos nuestros datos, la escala que este modelo propone es tan amplia y centralizada que vale la pena pensarlo un momento. A esto puede añadírsele la reflexión sobre el hecho de que el destino y motor de estos datos sea una empresa privada y sus intereses.
Los temores no son infundados. Durante este año, se estableció que el acuerdo firmado por Sidewalk Lab no fue hecho con una entidad pública, sino con una agencia creada por entes públicos cuyo marco regulatorio es de derecho privado. De repente, la transparencia del proceso se puso en duda. Ni siquiera los altos oficiales de la ciudad conocían el acuerdo. Además, se cuestionaron los beneficios que el proyecto tendría para Toronto, pues el acceso a los datos, que deberían servir para desarrollar mejores políticas, no parecía estar dentro del acuerdo. El control sobre la propiedad intelectual y los datos estaba en el centro del problema y la empresa privada aparentaba tener claro que quería hacer.
Sidewalk Lab no estaba dispuesta a compartir los datos que se recogerían. Eso cuestionó a tal punto la legitimidad del proyecto que obligó a la empresa a presentar una nueva propuesta: los datos estarían recogidos en un sistema de fiducia. El acceso a los datos estaría abierto a cualquiera, pero sujeto a una evaluación de impacto responsable en el uso de los datos que sería pública.
El debate, sin embargo, no quedó zanjado con esta propuesta, ya que para muchos la idea de acceso igualitario a los datos sigue siendo problemática. Es decir, oculta realmente accesos privilegiados y desvía la preocupación central que debería ser por qué hay que recoger datos. Para responder esta pregunta, dicen, habría que abordar otras: establecer de quién se recogen los datos hoy, con qué propósitos y a quién se beneficia o se discrimina en ese contexto. Así, para muchos, la conclusión es que empresas como Sidewalk Lab no deberían tener acceso a los datos.
Ante todo, creo que el punto de quiebre del proyecto está siendo la reciente renuncia de Ann Cavoukian, consultora de privacidad.
Cavoukian fue comisionada de Información y Privacidad en Ontario y desde su cargo desarrolló e impulsó en la década de los 90 el mundialmente conocido concepto de “privacidad por diseño”. Con esta noción se busca incorporar medidas de protección y garantías para este derecho desde el diseño de los sistemas tecnológicos. La incorporación de Cavoukian al proyecto buscaba dar tranquilidad a la ciudadanía en ese sentido.
Sin embargo, la renuncia sucede después de que Cavoukian estableciera que la reidentificación de las personas será posible. Aunque se le había asegurado que los datos se recolectarían después de pasar un proceso de desidentificación que impediría volver a identificar a un sujeto, en una reunión se enteró de que no. Al final, resultó tan solo un compromiso de Sidewalk Lab y no de las otras organizaciones involucradas en el proyecto.
Hace un año el director de Sidewalk Lab presentó una ciudad futurista donde la nieve de las calles se derretiría sola en invierno para facilitar el tránsito de las bicicletas, los carros no tendrían conductor humano y los domicilios los llevarían robots. Hablaron de una ciudad llena de sensores y cámaras para rastrear a todas las personas que vivan, trabajen o simplemente pasen por el área. La empresa hablaba de matrimonio de tecnología y urbanismo, porque el resultado de la recolección masiva de datos serviría para dar forma y perfeccionar la nueva ciudad.
La incorporación de tecnología en todos los aspectos de la vida en una ciudad es nuestro presente. A medida que entendemos su impacto, la forma como esto se hace amplifica muy diversas tensiones y no puede hacerse desde el catálogo comercial de dispositivos que ofrezca el mercado. La vida en una ciudad incorpora una realidad compleja, obliga a desarrollar y tener mecanismos de participación ciudadana y democrática que permitan a la ciudadanía tomar decisiones sobre cómo quieren vivir la ciudad y regular esa convivencia. Eso, de plano, evidencia los riesgos de los sueños de autonomía empresarial, como el de Schmidt, en el diseño de las ciudades.
Esta historia parece una buena forma de recordar que el 31 de octubre no solo es Halloween, es también el Día Mundial de las Ciudades, es decir, de la ciudadanía que las habita y que debe reclamar su derecho a diseñarlas.
“¡Lo que podríamos hacer si tan solo alguien nos diera una ciudad para intentarlo!”, dicen que dijo alguna vez Eric Schmidt, director ejecutivo de Alphabet, la empresa dueña de Google. El sueño se materializó cuando Sidewalk Lab, otra de las empresas controladas por Alphabet, ganó hace un año la licitación para desarrollar cinco hectáreas de las 300 de propiedad pública que hay en una zona deprimida de Toronto, listas para ser rehabilitadas.
El sueño, que comenzaba en 2017, en 2018 pareciera estar más cerca de ser una pesadilla. Múltiples cuestionamientos han surgido en torno a la idea, pero, sobre todo, preocupaciones en torno a la privacidad. Cada vez más se oye que, en lugar de una ciudad inteligente, lo que se construye es una ciudad que vigila.
Visto en retrospectiva, la ambición de Sidewalk Lab al insistir en tener completa autonomía respecto de las regulaciones de la ciudad, para que no hubiera ningún tipo de barrera en su desarrollo, puede ser el origen de la pesadilla que enfrenta.
En primer lugar, esa declaración generó muchas preguntas entre los habitantes de Toronto. Si bien es cierto que constantemente entregamos nuestros datos, la escala que este modelo propone es tan amplia y centralizada que vale la pena pensarlo un momento. A esto puede añadírsele la reflexión sobre el hecho de que el destino y motor de estos datos sea una empresa privada y sus intereses.
Los temores no son infundados. Durante este año, se estableció que el acuerdo firmado por Sidewalk Lab no fue hecho con una entidad pública, sino con una agencia creada por entes públicos cuyo marco regulatorio es de derecho privado. De repente, la transparencia del proceso se puso en duda. Ni siquiera los altos oficiales de la ciudad conocían el acuerdo. Además, se cuestionaron los beneficios que el proyecto tendría para Toronto, pues el acceso a los datos, que deberían servir para desarrollar mejores políticas, no parecía estar dentro del acuerdo. El control sobre la propiedad intelectual y los datos estaba en el centro del problema y la empresa privada aparentaba tener claro que quería hacer.
Sidewalk Lab no estaba dispuesta a compartir los datos que se recogerían. Eso cuestionó a tal punto la legitimidad del proyecto que obligó a la empresa a presentar una nueva propuesta: los datos estarían recogidos en un sistema de fiducia. El acceso a los datos estaría abierto a cualquiera, pero sujeto a una evaluación de impacto responsable en el uso de los datos que sería pública.
El debate, sin embargo, no quedó zanjado con esta propuesta, ya que para muchos la idea de acceso igualitario a los datos sigue siendo problemática. Es decir, oculta realmente accesos privilegiados y desvía la preocupación central que debería ser por qué hay que recoger datos. Para responder esta pregunta, dicen, habría que abordar otras: establecer de quién se recogen los datos hoy, con qué propósitos y a quién se beneficia o se discrimina en ese contexto. Así, para muchos, la conclusión es que empresas como Sidewalk Lab no deberían tener acceso a los datos.
Ante todo, creo que el punto de quiebre del proyecto está siendo la reciente renuncia de Ann Cavoukian, consultora de privacidad.
Cavoukian fue comisionada de Información y Privacidad en Ontario y desde su cargo desarrolló e impulsó en la década de los 90 el mundialmente conocido concepto de “privacidad por diseño”. Con esta noción se busca incorporar medidas de protección y garantías para este derecho desde el diseño de los sistemas tecnológicos. La incorporación de Cavoukian al proyecto buscaba dar tranquilidad a la ciudadanía en ese sentido.
Sin embargo, la renuncia sucede después de que Cavoukian estableciera que la reidentificación de las personas será posible. Aunque se le había asegurado que los datos se recolectarían después de pasar un proceso de desidentificación que impediría volver a identificar a un sujeto, en una reunión se enteró de que no. Al final, resultó tan solo un compromiso de Sidewalk Lab y no de las otras organizaciones involucradas en el proyecto.
Hace un año el director de Sidewalk Lab presentó una ciudad futurista donde la nieve de las calles se derretiría sola en invierno para facilitar el tránsito de las bicicletas, los carros no tendrían conductor humano y los domicilios los llevarían robots. Hablaron de una ciudad llena de sensores y cámaras para rastrear a todas las personas que vivan, trabajen o simplemente pasen por el área. La empresa hablaba de matrimonio de tecnología y urbanismo, porque el resultado de la recolección masiva de datos serviría para dar forma y perfeccionar la nueva ciudad.
La incorporación de tecnología en todos los aspectos de la vida en una ciudad es nuestro presente. A medida que entendemos su impacto, la forma como esto se hace amplifica muy diversas tensiones y no puede hacerse desde el catálogo comercial de dispositivos que ofrezca el mercado. La vida en una ciudad incorpora una realidad compleja, obliga a desarrollar y tener mecanismos de participación ciudadana y democrática que permitan a la ciudadanía tomar decisiones sobre cómo quieren vivir la ciudad y regular esa convivencia. Eso, de plano, evidencia los riesgos de los sueños de autonomía empresarial, como el de Schmidt, en el diseño de las ciudades.
Esta historia parece una buena forma de recordar que el 31 de octubre no solo es Halloween, es también el Día Mundial de las Ciudades, es decir, de la ciudadanía que las habita y que debe reclamar su derecho a diseñarlas.