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Del Reinado como ironía

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Carolina Sanín
21 de noviembre de 2009 - 05:55 a. m.
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HUBO UN TIEMPO EN QUE QUISE ser Señorita Colombia. No sabía leer, y ya había visto en fotos a una reina de belleza: tenía corona, como las reinas de los cuentos ilustrados que otros me leían, y di por sentado que mandaba sobre los papás, los policías, el pato Donald y el Presidente.

Qué suerte tenía yo de haber nacido hembra, pues podía aspirar a esa máxima potestad. Como no entendía inglés, asumí que el “miss”, que a veces se usaba en vez del “señorita”, era un posesivo que describía el alcance del título: “Mis Colombias”, contestaba cuando me preguntaban qué quería ser cuando grande. Tenía cuatro años y me tomaba en serio las cosas que el mundo iba mostrándome. A los niños, como a las reinas de belleza, les falla el sentido de la ironía.

El desengaño vino cuando se me permitió ver el reinado por televisión. El desfile en traje de baño con tacones altos debió darme la clave: era imposible que una reina real ignorara que con ese calzado no podría nadar. Cuando entendí que lo de “reina” iba en burla, y que, lejos de conferir poder, la corona parecía imponer a su portadora la condena de tener para siempre cuatro años, ya no quise ser reina cuando grande sino que quise ser un lector cualquiera.

Cada noviembre vuelve a sorprenderme que las colombianas no protestemos masiva y agresivamente contra el Reinado Nacional de la Belleza. Más allá del daño que los criterios estéticos entronizados por el concurso hacen a la psique de las adolescentes, más allá de la violación a la integridad del cuerpo femenino que las cirugías plásticas de las candidatas perpetran, y más allá de lo ofensivo que resulta que un juicio sobre su belleza física constituya un “trampolín profesional” para las jóvenes, me preocupa el reinado como entidad que trabaja en el imaginario colectivo justificando, a través de una parodia grotesca, la enajenación de la autoridad de las mujeres.

Es significativo que las fechas elegidas para la coronación de la “soberana” de Colombia en Cartagena sean las mismas que conmemoran la Independencia cartagenera de la monarquía española. A nivel simbólico, la puesta en escena de una monarquía ficticia exclusivamente femenina tiene como corolario la exclusión de las mujeres del orden republicano vigente. El reino de fantasía de las mujeres, con su jerarquía de virreinas y princesas, y con sus flagrantes ignorancias e inconsciencias, se presenta como antítesis del orden presuntamente racional, adulto, de los hombres: del foro democrático que decide los asuntos de la nación.

Ante la coyuntura catastrófica de nuestra democracia, parecerá que una crítica feminista del Reinado es periférica. No lo es. La glorificación de los abusos del poder, encarnada en el apoyo popular al caudillismo de Uribe y al despotismo de sus esbirros, se identifica con la victoria de los más machos. Se alimenta de la deformación y la ridiculización de los valores opuestos, circunscritos en la esfera de “lo femenino”, que, a través de símbolos como el del reinado, resulta equivaler a lo melodramático e infantil —y a lo caduco, en tanto que aparece como imitador de un sistema depuesto hace 200 años por los Próceres.

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