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SI MOCKUS ES ELEGIDO PRESIDENTE, lo celebraré efusivamente.
Aplaudiré que la lógica se inserte en el discurso político, que un hijo de inmigrantes se convierta en el mandatario de un país envarado de criollismo, y que un grupo de personas inteligentes y ajenas a la maquinaria política llegue al poder. Me gustará que a la cabeza de la vida pública esté un personaje que se lanzó a la misma mostrando el culo, y además me alegrará ver en Palacio la barba de Lincoln. Preveo que celebraré con emoción novelesca el triunfo de Mockus, que me parecerá tan irónico como consecuente; pero de mi estremecimiento participará también el temor que siento ante la perspectiva de ser efectivamente gobernada por Antanas Mockus.
¿Cómo explico, en un espacio tan reducido, ese temor? ¿Empiezo por hablar del didacticismo del candidato, que insiste en establecer una analogía entre un mandato presidencial y un curso académico, cuando todos los profesores sabemos que hay pocos espacios tan ademocráticos como el salón de clase? ¿O empiezo por recordar la limitación de las libertades individuales durante su alcaldía? ¿Expreso mis reservas con respecto a su ecuación entre cultura y buena conducta? ¿Denuncio la demagogia punitiva que llevó al Congreso a su candidata Gilma Jiménez? ¿Hablo de su amor por los símbolos, tan parecido al que profesan los fascismos? ¿O analizo el erratismo de sus símbolos concretos? O, ya que los colombianos creen que van a elegir a un filósofo, ¿cuestiono la obsoleta definición de libertad del candidato —“Soy libre si logro trazarme unos derroteros y cumplirlos, y si tengo una relación reflexiva con mi comportamiento”— y su fe en el proyecto de la Ilustración, en la estela de cuyo fracaso vivimos los latinoamericanos?
No, mejor no empiezo por Mockus sino por sus electores. Porque lo que me produce las peores sensaciones ante el eventual gobierno del profesor no es la visualización de su mandato (con sus verdades impuestas, sus caprichosos decretos y su imperio de la culpa) sino el sentimiento que lo haría elegir. Intuyo (y quiero equivocarme) que el sustrato emocional que lleva a los colombianos a querer a Mockus no es diverso del que los llevó a querer a Uribe: ese complejo de inferioridad que, 200 años después de la Independencia, nos hace seguir eludiendo la responsabilidad de ser autónomos y conscientes; esa desconfianza en nosotros mismos que nos lleva a elegir a quien prometa mandarnos duramente antes que representarnos.
Durante los últimos ocho años, los colombianos que no sucumbieron al síndrome de Estocolmo que generaba Uribe se quejaron sin cesar de que el Presidente administrara el país como una finca y arriara a sus ciudadanos con un zurriago como a peones premodernos. Hoy esos mismos colombianos apoyan acríticamente a Mockus, sin darse cuenta de que su talante vaticina que el país será manejado como una escuela y sus ciudadanos serán motivados con una palmeta como párvulos dieciochescos. Ni sienten picazón al oír del candidato frases como: “Estamos en una sociedad donde en parte todavía somos menores de edad”, ni se dan cuenta de que los gestos clásicamente mockusianos (agarrarse a puñetazos con un estudiante, lanzarle un vaso de agua a la cara a un colega) son propios de un macho despótico, como tantos otros gestos de Uribe. No han visto que, allí donde Uribe posaba montado en un caballo de paso, como controlador de lo doméstico, Mockus (¡el candidato “verde”!) se casó a lomos de un elefante, como domador de lo salvaje. Y no temen ni por un momento que, así como los contradictores del arriero fuimos acusados de traidores a la patria, los opositores del matemático seamos acusados de traidores a la racionalidad.