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El más allá (III)

Carolina Sanín
05 de junio de 2011 - 01:00 a. m.
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PARA PODER VIVIR EN EL MUNDO mientras resido en este diluvial paraíso para inversionistas extranjeros, consumo de lo lindo archivos pirateados.

Si no lo hiciera, me vería tentada a meterme a la política para convencerme, como suele pasar aquí, de que la actualidad nacional es la verdadera y luminosa vida real. O me vería tentada a meter cocaína, como se hace aquí tanto, para convencerme de que yo misma soy la verdadera y luminosa vida real. O, para darme legal importancia, me sumaría a la actitud conservadora de algunos artistas nacionales con respecto al intercambio de archivos por internet, que es la misma actitud que perpetúa al país como margen y accidente y nos hace sentir que participamos en el mundo cuando leemos titulares de prensa como “Juan Pablo II quería mucho a Colombia” o “Colombia es muy interesante para Wikileaks” o “El esposo de la madre del hijo de Schwarzenegger es colombiano”. Si el país aspira a incidir algún día con más de dos productos culturales de calidad cada lustro, o bien, con servicios culturales de masas distintos del de ser escenario de preparación de reinas de belleza uruguayas (otro titular de prensa), es necesario que primero podamos enterarnos de qué se hace afuera y sepamos que todo eso es también nuestro. Y nadie está satisfaciendo esta necesidad como internet y sus piratas.

Pero el Congreso estudia hoy una ley ideada por el ministro del Interior y de Justicia que propone establecer penas de prisión para las infracciones a los derechos de autor “y conexos” en internet. La ley busca satisfacer las exigencias del TLC al proteger los intereses de las empresas extranjeras comercializadoras de contenidos culturales, intermediarios ni más ni menos meritorios que los piratas de marras. El ministro ha dicho que con la ley “les estamos dando una gran respuesta a tantos colombianos talentosos”, como si en Colombia se piratearan por internet muchos contenidos colombianos, como si para desarrollar su talento los colombianos no se beneficiaran de un acceso democrático al talento del resto del mundo y como si los autores percibieran el grueso de los “derechos de autor”.

No faltan los sapos que se han apuntado a la servil iniciativa. En un anuncio promocional de la ley, un grupo de actores y cantantes de segunda y quita línea aparecen prestando su apoyo al ministro para permitirse fantasear con que alguna vez alguien aquí pirateará sus obras y les impedirá enriquecerse. O para permitirse la fantasía de que algún día su mujer tendrá un hijo de Schwarzenegger.

Al decir que pirateo bastante no sólo estoy dando noticia de las noches que paso viendo cine y televisión por internet para enterarme de lo que se hace en el más allá, en ese aparente futuro de ultramar en el que la gente hace tantas cosas. Ni estoy sólo criticando implícitamente la oferta de entretenimiento de este jubiloso aljibe en el que faltan espacios públicos, en el que viajar es más caro que en cualquier otra parte donde yo haya vivido, en el que la televisión es esperpéntica y la cartelera de cine, paupérrima. Al defender la piratería doy cuenta sobre todo de mi trabajo como docente, pues buena parte de lo que se lee en mis clases de literatura es fotocopiado o descargado gratuitamente de internet. Esto se debe a que muchos de mis estudiantes (y eso que enseño en la universidad privada) no tienen dinero para pagar el sobreprecio que se pone a los libros en este paraíso del analfabetismo, y a que muchos de los libros que quiero que ellos lean no existen en las librerías locales pues su limitado consumo no interesa ni a los editores ni a los importadores. No exijo que mis alumnos paguen cifras descaradas por leer ni que se abstengan de leer lo que no se vende en Colombia. Al parecer, ellos y yo somos amigos de los piratas. Y sé que la situación es la misma entre la mayoría de los universitarios de este país; entre quienes aspiran a adquirir una cultura universal, sea lo que sea que eso signifique.

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