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El rito de los toros

Carolina Sanín
24 de febrero de 2009 - 01:58 a. m.

FRENTE A LAS ACUSACIONES DE SUperfluidad por parte de los antitaurinos, algunos taurófilos señalan el valor del enfrentamiento simbólico que supuestamente motiva la corrida: de la luz contra las tinieblas, de lo salvaje contra lo civilizado, de lo femenino contra lo masculino.

Quizás cometan un error al invocar la representación para definir una actividad cuyo núcleo parece ser la resistencia a la misma y cuyo tema parece ser el fracaso del simulacro.

El hecho de que en la corrida tenga efectivamente lugar la muerte, y el hecho de que uno de sus protagonistas, el animal, no pueda hacer de otro que de sí mismo, ponen en entredicho el recurso a la teatralidad. Otro tanto hace la estructura del lugar donde la corrida se celebra: la plaza circular mediada por un telón reversible que el toro atraviesa una y otra vez buscando colocar su presencia del otro lado, del lado donde no está, donde estaría su reflejo.

En vez de una obra dramática, la corrida parece ser la celebración de un rito. Con sus incansables repeticiones, invita a observar lo que literalmente sucede en ella: al ruedo sale un toro bravo que nunca ha sido toreado. A través del trabajo del hombre, se va transformando: se hace capaz de ser toreado. Al cabo de la faena, se ha convertido en aquello que estaba destinado a ser: un toro de lidia.

Al crear un animal a la imagen de su toreo, el torero usurpa el poder creativo divino. Por fuera de la plaza, la evidencia de su hazaña sólo puede existir si su éxito ha sido completo. El toro indultado, el que ha cumplido el aprendizaje de su propio final, sobrevive y es la prueba de que el hombre es un dios. Cada toro muerto —cada toro que, creado defectuosamente, no puede vivir por fuera del espacio ritual— demuestra la vanidad del trabajo creativo del hombre, capaz sólo de dar la muerte.

Es una lectura entre muchas, que sólo aspira a recordar que la corrida de toros es una experiencia legible; que su disfrute no radica en la crueldad, y que su observación puede ser relevante para quienes se interesan por comprender las suertes de los animales. El toro y el torero problematizan la separación entre humano y animal, y entre creador y creado. Presentan, sin representar, la sangrienta faena de la amistad y la soledad de las criaturas.

Pero a pesar de la complejidad de la corrida —o quizás por esa complejidad— intuyo que no falta mucho para la última faena. El toreo es obsoleto para la sensibilidad contemporánea, no porque ésta se duela por la muerte de los animales, sino porque, encerrados en juegos de pantallas y simulaciones de la realidad, nos es cada vez más insoportable la contemplación directa de un acontecimiento y, mucho más, de uno que nos lleve a pensar en nuestro límite último.

 

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