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Manicuristas de Nueva York

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Carolina Sanín
01 de enero de 2010 - 11:03 p. m.
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UNA DE LAS COSAS QUE ME IMPACTAron cuando llegué a Nueva York fue la abundancia de establecimientos donde se hacía el manicure.

No creo que uno pueda caminar durante diez minutos en la ciudad sin encontrar un nail salon, y he llegado a contar cuatro en una manzana. El transeúnte asume que son negocios de lavado de dinero o fachadas de trata de blancas. Sin embargo, rara vez hay un nail salon sin clientas.

Por lo general las manicuristas son asiáticas, aunque las hay también europeas del este y latinoamericanas. La mayoría apenas conocen los rudimentos del inglés. Por eso, a diferencia de, por ejemplo, los salones de belleza de Colombia, en donde las mujeres se relacionan a través de la confidencia y el rumor, en los nail salons neoyorquinos impera un silencio casi ininterrumpido. El contacto físico está acompañado de la certeza de que no habrá ningún intercambio de testimonios u opiniones. Ante este silencio que cubre la intimidad entre mujeres en el proceso del adornamiento del cuerpo, me viene a la mente el contraste con pasajes de la historia literaria en los que contactos similares son los generadores de la coloquialidad misma. Pero ese no es el tema de esta página.

Antes de ayer fui a un nail salon en mi barrio de Queens. Tras enterarse de que yo entendía español, la manicurista habló sin interrupción. Me contó que había viajado por tierra desde Ecuador hasta Nueva York, de camión en camión y de hospicio en hospicio, sin salir a la calle durante siete meses. Llegó a Queens hace seis años y nunca ha hecho el viaje de 20 minutos en metro hasta Manhattan. No conoce los rascacielos ni el Central Park, ni le interesa, dice. Trabaja seis días a la semana y cada 15 va a un locutorio y llama a su hijo, que aprendió a hablar en Ecuador cuando ella ya se había callado en el salón. El único deseo que manifiesta es el de enviar dinero y ahorrar hasta tener lo suficiente para abrir en su pueblo un nail salon como aquel en el que, para entonces, habrá pasado buena parte de su vida.

Si relato esta experiencia no es para elaborar sobre la economía del inmigrante, en la que el ahorro es concomitante con la fantasía de la interrupción del paso del tiempo, ni sobre ese “estar en ningún lugar” de los inmigrantes, que parecen renunciar a una vida personal y se visibilizan a través del acto de dar (el envío de divisas), sino para observar algo más trivial; que, en vez de afianzar el contacto que mis manos entre sus manos sugerían, mi conversación con Dina constituyó una escena de no contacto.

Mientras ella contaba, yo sólo veía extensiones de carretera sin paisaje y cantidades de días y años. La oía como si me hablara desde un tiempo que ni ella ni yo conocimos, de una época en la que los lugares estaban muy lejos unos de otros. Al no poder imaginar los colores de la historia que escuchaba, me pregunté por la dificultad que tiene la precariedad material para hacer contacto a través del lenguaje. Pensé también en que la inmigración cristaliza esa condición de la pobreza de aparentar no existir en el momento histórico presente. Y me pareció que ese asilamiento radical estaba significado por el silencio, repetido de calle en calle, de las manicuristas de Nueva York.

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