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EN UNA PÁGINA WEB TITULADA “Fashion Jewlery for Trendy People” se vende la pulsera pro reconstrucción de El Salado, la población que los paramilitares asolaron en febrero de 2000.
Es una cinta con muñecos de colores, cogidos de las manos, que representan, supongo, la diversidad de la sociedad humana y la solidaridad entre las personas; sólo que no tienen manos, porque éstas no cabrían en la cinta.
El accesorio también se reparte en espacios públicos, como símbolo de una campaña de sensibilización social. En la propaganda radial de esta campaña, sobre un fondo musical melancólico, un locutor dice: “Imagina que eres tú. Imagina que naciste en un pequeño caserío en El Carmen de Bolívar. Imagina que su nombre es El Salado… Imagina que trescientos hombres armados llenan de sangre todo lo que conoces”, etc. De acuerdo con esta invitación, el acto de compasión procede de la capacidad de ponerse, sin moverse, en el lugar del otro. Después de haberse puesto allí, el oyente se señala a sí mismo, con la pulsera en la muñeca, como alguien que entiende y recuerda la experiencia extrema de la víctima.
Me pregunto si esta interpretación de la compasión es la más efectiva cuando se busca suscitar una respuesta a asuntos presentes de la vida real, y si su presupuesto, la capacidad de conocer y sentir la pasión ajena por medio de la fantasía, podría llevarme más allá de la presunción apropiadamente representada por un artículo de bisutería. La inducción hipnótica del locutor no me disuade de lo evidente: que aunque puedo vivir cosas terribles, no fui ni seré víctima de la masacre paramilitar de El Salado. Llevar la pulsera me parece un gesto de autosatisfacción que se agota en sí mismo y, a lo sumo, la expresión supersticiosa de un temor (que para miles de colombianos es real): la pulsera, con todo y su diseño naïf, semeja demasiado a un amuleto contra la posibilidad de que a su portador le llegue la mala suerte —“la sal”— de El Salado.
Dentro del informe “Esa guerra no era nuestra”, recientemente publicado por la CNRR, aparece la foto de una raíz con forma de mano que un sobreviviente de la masacre encontró, pulió y pintó de rojo sangre. La mano está colgada en la casa de la víctima, como ahorcada, a la vista de nadie. Su escultor dice que representa la impotencia. Su contemplación no me invita a imaginar un escenario donde soy protagonista, sino a preguntar de dónde y cómo ha venido hasta mí la mano cortada en la muñeca. Me dice que la experiencia de la víctima me excede; que su sufrimiento es infinito —es lo infinito— para mí, y que ella tiene un conocimiento que yo nunca tendré. No me pone en el lugar del otro. Me pone en mi lugar, y dentro de mis límites me obliga a asumir una posición.
La mano de El Salado me da el deber de proteger a quien, al mostrármela, me ha mostrado un signo de lo inimaginable. No quiero tratar de repetir su pasión en la fantasía, sino tratar de evitar que se repita en la realidad: que quienes dieron paso al horror que me es inaccesible sigan gobernándome, poniéndose en mi lugar; no porque la próxima vez la víctima podría ser yo, sino porque las víctimas serían otra vez mis desconocidas.
