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Vocabulario imposible

Carolina Sanín
27 de marzo de 2011 - 06:00 a. m.
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EL ÚLTIMO EMBARAZO FANTASMAL de Dalia tuvo lugar (o sea, no lo tuvo) hace más o menos seis meses y fue para mí largo y penoso.

Ella se acostaba encima de la ardilla gorda, la ardilla flaca, el caimán y el conejo, de todos juntos, como si quisiera incubar —a mí me lo parecía— su fauna de trapo. Como tiene las patas tan cortas, casi rozaba el pavimento con las tetas inflamadas, al caminar. Tiene nueve tetas, una más que lo normal. No sé de cuántas le salía leche. Ella se lamía y se veía un poco ¿preocupada?, ¿turbada?, ¿cómo era que se veía? Yo me preocupaba y —demasiado a menudo— la llevaba al veterinario. Un día vi la leche gotear y vi la oportunidad de saber a qué sabe la leche de perra. Muchas veces Dalia come de mi plato y, sin embargo, yo no fui capaz de robarle una gota de leche con la punta del dedo. Sentí que hacerlo habría sido ¿de mal gusto?, ¿indecente?, ¿abusivo?, ¿por qué, si sentía curiosidad y naturalmente no me repugnaba?

Todos los días del embarazo espurio le apliqué a Dalia compresas de sulfato de magnesia para que se desinflamara. Un día en un hotel, al desayuno, un mesero me preguntó si quería que le “aplicara” jamón a mis huevos revueltos. Ese episodio tuvo lugar muchos años antes de que mi perra naciera y sólo comparte con este cuento el verbo aplicar y la artificialidad de los términos.

Como aquel embarazo fue así, y como la gente me decía que si no la esterilizaba ni dejaba que se reprodujera podía formársele un tumor, el domingo pasado llevé a mi perra a que se apareara. El perro elegido se llamaba Emilio y era un salchicha como ella. Tenía ojos claros, de tigre, y el pelo rojizo. No la había olido durante dos minutos, cuando ya la estaba cubriendo. Era la primera vez de ambos y la primera cópula entre animales que yo presenciaba. Dalia me miraba fijamente, desde allá abajo, con un gesto de ¿indiferencia?, ¿interrogación? Los dos perros se quedaron encajados durante un rato, pegados, cola con cola. Se veían aburridos. ¿O cómo se veían? Trataban de despegarse. Acaricié a Dalia en la cabeza para darle ánimos, y sentí, absurdamente, que no era apropiado tocarla mientras tenía el perro adentro. Tan pronto como consiguieron zafarse, Emilio quiso repetir. Dalia no: corría, se sentaba, se arrimaba a la pared. Había por ahí un cachorro ¿intrigado? con lo que estaba pasando. No parecía ¿saber? muy bien qué era aquello a lo que quería apuntarse. Emilio trató de ¿persuadir? a Dalia. Le lamió la vulva y la ¿besó? detrás de las orejas, hasta que ella le mostró los dientes.

La mañana del lunes me desperté sintiéndome rara, como hastiada. Sentía que mi malestar procedía de la culpa por haberme arrogado el poder de cruzar a mi perra y del temor a que ella no fuera la misma que antes. Pero a lo mejor era lo contrario y me sentía defraudada al ver que Dalia no se había transformado a pesar de mi deseo de hacer que diera lugar a más dalias.

No sé si mi perra contiene ahora otros perros. Le miro la barriga, y es tan opaca como fue su placer, su displacer, su comodidad o su incomodidad hace una semana. Entonces, un símil: el animal es un signo oscuro como un vientre recién fecundado. Y una posible metáfora (aunque “posible metáfora” sea una redundancia): El animal es para el hombre una madre que siempre está gestando y nunca da a luz. ¿El animal es entonces la cifra de la paciencia? Me lo pregunto mientras no sé si espero ver una camada viva de perros salchicha o un nuevo acto de mi perra con su conejo, su caimán y sus ardillas artificiales.

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