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A propósito del editorial del 26 de marzo, titulado “La crisis en salud exige más diálogo y menos señalamientos”. Los “señalamientos” y las “amenazas” con los que todas las partes han tratado la crisis de la salud proyectan el trastorno generalizado. La civilización está tan degradada que ha desvirtuado la función social de la “etiqueta” y la ha convertido en moneda de cambio y arma de destrucción masiva.
La etiqueta, otrora un conjunto de cortesías, rituales o normas que facilitaban la convivencia, ahora, en las redes sociales, se instrumentaliza para atacar la “postura” ajena. Los autoproclamados tenedores de la verdad la utilizan para pinchar a quienes no comparten sus pensamientos o preferencias. Sirve de carnada para capturar el clic al cual nos invita quien haga las veces de anfitrión (influencer), convocando algún encuentro temático (tendencia).
Utilizando a la contraparte como objetivo, la etiqueta moderna trivializa, carteliza y deshumaniza. De esta manera, atraen a unos a través del entretenimiento y a otros, mediante el acoso. Reconozcamos que esto no equivale a dialogar ni a compartir argumentos, sino a desacreditar la reputación o maltratar el orgullo.
En esta canibalización moderna, nos devoramos unos a otros: ¿Dónde quedaron las reglas básicas de la etiqueta en el debate? ¿El respeto por el turno para hablar? ¿La moderación y la argumentación en la réplica? ¿La invitación a encontrar puntos en común? ¿Ser duros con el problema, pero suaves con la persona? ¿El compromiso de devolver la atención?
De manera automática, sin haber digerido las ideas, tragamos entero. Y así, cada discusión nos indigesta a la mayoría, sin importar el bando. Además, contraproducente, el malestar se intenta calmar intercambiando más etiquetas (hashtags). ¿Qué ganan con eso? Nada. Acaso, quienes obtienen más retroalimentación en sus cuentas creen que ganan la discusión. Pero, en realidad, todos perdemos, porque el debate se vacía de contenido y se llena de ruido.
En la plaza pública, o detrás de una pantalla, la gente siente que tiene licencia para decir lo que sea, sin filtros ni consecuencias. Las etiquetas se convierten en armas, el debate en una batalla campal, y las redes sociales en estrados judiciales. ¿Dónde quedó la idea de persuadir con argumentos, de convencer con tranquilidad, sin intimidar, agredir o humillar?
Con todo, podemos recuperar la civilidad en el debate si nos comprometemos a seguir algunas reglas básicas de etiqueta. Primero, escuchar antes de hablar. Parece obvio, pero en la era del clic, pocos lo hacen. Segundo, evitar las etiquetas fáciles. En lugar de reducir a alguien a un hashtag, intentemos entender su postura. Tercero, argumentar sin ofender. Un debate no es una pelea; es un intercambio de ideas. Cuarto, reconocer cuando nos equivocamos. Nadie tiene la verdad absoluta, y admitirlo es un signo de madurez.
Ojalá no reaccione a esta reflexión con un insulto disfrazado de ingenio, ni con consignas que la ridiculicen. Recuperar la etiqueta en el debate no es solo cuestión de cortesía; es una necesidad civilizatoria. Porque, al final, lo que está en juego no es quién gana la discusión, sino cómo queremos convivir.
Germán Eduardo Vargas
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