No recuerdo quién fue el que dijo que a los pobres todo les llega tarde, pero estoy por confirmar que es cierto. Me temo que la reciente reforma laboral, entendida en su sentido material, como debe corresponder a la satisfacción de los derechos fundamentales, entre ellos el trabajo, no va a mejorar los índices de desempleo y de informalidad que aquejan al país. Esta apenas terminará como un heraldo de una política emergente.
Y no lo hará, porque el tiempo de las palabras ha perdido su vigencia y es ahora el tiempo de los algoritmos el que invade y gobierna cada día más esferas de la vida, cuya realidad hoy se debate dramáticamente dentro de un mar infinito de datos; sorprendente espacio a través del cual hacemos un peligroso viaje a la distopía, convertidos en avatar y amenazados por la inteligencia artificial, némesis que ya nos anuncia la obsolescencia humana para una multiplicidad de labores.
Creer que con palabras vertidas en un texto legal, como si estuviéramos en 1950, se podrá modificar la economía; ese constructo que se imbrica entre la cultura y la naturaleza para imponernos su fuerza descomunal equivalente a la gravedad; que troquela todas las relaciones humanas, deviene en una ilusa intención creacionista, que puede ser la utopía que nos distancie del entendimiento actual de las verdaderas causas de nuestras asimetrías, entre ellas una fundamental y disruptiva a la que nos hemos pacíficamente acostumbrado. Me refiero la corrupción sistémica, que con su hermana, el narcotráfico, se han constituido en permanentes formas de producción, masivamente ejercitadas a lo largo y ancho de los 1.100 municipios que nos conforman, a ciencia y paciencia de la cotidianidad y sin el adecuado reproche institucional y social que merecerían. Son las costumbres entronizadas en los núcleos humanos las que le dan el carácter a una sociedad, su sello distintivo. Si a los alemanes los conocemos por su cuadrícula, a los ingleses por la puntualidad, a los argentinos por su pasión, entonces me pregunto ¿cuál sería nuestro sello característico?
Mientras toda esa materia oscura se mueve, en la tribuna se discuten acaloradamente las distancias entre empleadores y empleados, mientras esa causa de inequidad sigue intacta, sintetizada en los billones que cada año llegan a bolsillos oscuros, para convertirse en sexo, poder y política, en vez de trabajo, salud y educación. Así seguiremos nutriendo con reformas tributarias una aceitada máquina que funciona como un reloj; eficiente artificio que no permitirá que florezca el bienestar común que se pregona constitucionalmente, verdadera razón de ser del contrato social.
Parecería esta una historia circular tomada del El bazar de los idiotas. ¡Ah, tiempos aquellos!, dirán algunos, los de la “inmoralidad de las justas proporciones”. Creo que es tiempo de pensar en Eliot Ness, el de Los intocables.
Enrique Martínez Sánchez
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
No recuerdo quién fue el que dijo que a los pobres todo les llega tarde, pero estoy por confirmar que es cierto. Me temo que la reciente reforma laboral, entendida en su sentido material, como debe corresponder a la satisfacción de los derechos fundamentales, entre ellos el trabajo, no va a mejorar los índices de desempleo y de informalidad que aquejan al país. Esta apenas terminará como un heraldo de una política emergente.
Y no lo hará, porque el tiempo de las palabras ha perdido su vigencia y es ahora el tiempo de los algoritmos el que invade y gobierna cada día más esferas de la vida, cuya realidad hoy se debate dramáticamente dentro de un mar infinito de datos; sorprendente espacio a través del cual hacemos un peligroso viaje a la distopía, convertidos en avatar y amenazados por la inteligencia artificial, némesis que ya nos anuncia la obsolescencia humana para una multiplicidad de labores.
Creer que con palabras vertidas en un texto legal, como si estuviéramos en 1950, se podrá modificar la economía; ese constructo que se imbrica entre la cultura y la naturaleza para imponernos su fuerza descomunal equivalente a la gravedad; que troquela todas las relaciones humanas, deviene en una ilusa intención creacionista, que puede ser la utopía que nos distancie del entendimiento actual de las verdaderas causas de nuestras asimetrías, entre ellas una fundamental y disruptiva a la que nos hemos pacíficamente acostumbrado. Me refiero la corrupción sistémica, que con su hermana, el narcotráfico, se han constituido en permanentes formas de producción, masivamente ejercitadas a lo largo y ancho de los 1.100 municipios que nos conforman, a ciencia y paciencia de la cotidianidad y sin el adecuado reproche institucional y social que merecerían. Son las costumbres entronizadas en los núcleos humanos las que le dan el carácter a una sociedad, su sello distintivo. Si a los alemanes los conocemos por su cuadrícula, a los ingleses por la puntualidad, a los argentinos por su pasión, entonces me pregunto ¿cuál sería nuestro sello característico?
Mientras toda esa materia oscura se mueve, en la tribuna se discuten acaloradamente las distancias entre empleadores y empleados, mientras esa causa de inequidad sigue intacta, sintetizada en los billones que cada año llegan a bolsillos oscuros, para convertirse en sexo, poder y política, en vez de trabajo, salud y educación. Así seguiremos nutriendo con reformas tributarias una aceitada máquina que funciona como un reloj; eficiente artificio que no permitirá que florezca el bienestar común que se pregona constitucionalmente, verdadera razón de ser del contrato social.
Parecería esta una historia circular tomada del El bazar de los idiotas. ¡Ah, tiempos aquellos!, dirán algunos, los de la “inmoralidad de las justas proporciones”. Creo que es tiempo de pensar en Eliot Ness, el de Los intocables.
Enrique Martínez Sánchez
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