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El pasado editorial del 22 de marzo plantea una postura contundente: que la continuación del conflicto en Gaza sirve únicamente a los intereses personales y políticos de Benjamín Netanyahu. Entiendo el hartazgo, la frustración y la necesidad de señalar responsables en una tragedia que ha dejado miles de muertos, entre ellos civiles inocentes. Sin embargo, creo que asumir ciertas intenciones como certezas sin evidencias concluyentes no solo limita el análisis, sino que corre el riesgo de alimentar emociones peligrosas y simplificar una realidad compleja.
Hablar con autoridad sobre lo que supuestamente “le sirve” a un mandatario, sin distinguir entre hechos confirmados y juicios de valor, puede ser terreno fértil para la desinformación y, peor aún, para el odio. Este tipo de afirmaciones —aunque bien intencionadas— corren el riesgo de fomentar el sentimiento anti-israelí que se ha intensificado en muchas partes del mundo, incluyendo América Latina. En Colombia, por ejemplo, donde las tensiones sociales hierven con facilidad, no sería descabellado que un discurso incendiario sobre un conflicto ajeno termine desembocando en protestas mal encauzadas o incluso actos de violencia contra una comunidad que nada tiene que ver con decisiones de Estado en otro continente.
Reflexionemos con más calma. ¿Podemos condenar los excesos de una guerra sin ignorar que aún hay más de 50 rehenes israelíes secuestrados por Hamás? ¿No es acaso el secuestro de civiles —incluyendo mujeres, ancianos y niños— un acto de agresión brutal e injustificable que debe tener consecuencias? ¿Qué nación del mundo no respondería si sus ciudadanos fueran retenidos por una organización armada que actúa desde otro territorio?
No se trata de justificar una guerra, ni de blindar a Netanyahu de críticas. Se trata de asumir que hay capas más profundas en esta historia. Hamás no es un actor neutral ni inocente. Ha cometido actos atroces, y mientras mantenga personas secuestradas como fichas de negociación, cualquier avance hacia la paz será frágil, si no imposible. Negociar sin liberación de rehenes es ceder ante la lógica del chantaje.
La solución, si la hay, no puede partir del odio ni de la condena unilateral. Requiere de voluntad política real, de ambas partes, y sobre todo de un compromiso genuino con la vida. El dolor de un niño palestino no es menos que el de uno israelí, pero tampoco lo es al revés. Dolor es dolor. Y mientras algunos insisten en convertir esta tragedia humana en un tablero de intereses, la guerra seguirá cobrándose víctimas inocentes.
Cada país tiene el deber de proteger a su gente. Ese es un principio básico, casi instintivo. Ignorarlo es desconocer el derecho a la vida y la dignidad. La paz no se construye culpando a un solo actor, ni usando editoriales para alimentar antagonismos. Se construye, sobre todo, con equilibrio, con hechos y con el coraje de mirar el conflicto con toda su crudeza, sin caer en narrativas cómodas, pero peligrosamente incompletas.
Hoy más que nunca, el mundo necesita voces que ayuden a sanar, no a dividir.
Alberto Lozano
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