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Colombia, un paraíso natural que ha servido de campo de guerra para la barbarie, sigue viviendo una violencia desenfrenada. Sin embargo, parece que, con los años, se hace más simple mirar hacia atrás y comprender, desde la distancia del tiempo, las heridas que se convierten en cicatrices de débil tejido. Entre los años 80 y 90, el país se vio lastimado, entre otros actores, por el narcotráfico, y la brutalidad empleada por el Cartel de Medellín para propagar autoridad y miedo dejó una cantidad aberrante de víctimas a su paso. En aquellos años, Colombia estaba sometida a un reinado del terror que mantuvo al Estado en una posición de incertidumbre e incapacidad para actuar en nombre de su entera soberanía; el conocido narcotraficante Pablo Escobar, cuya calculadora inteligencia para el mal es exaltada incluso hoy en día, tenía permeada una gran parte de la estructura gubernamental.
Empezar a reunir las piezas que conforman el rompecabezas de la historia de Colombia en relación con este personaje es una tarea dolorosa que requiere dedicación y tiempo, mucho tiempo. Para el lector, tal investigación es su tarea; sin embargo, el propósito de este texto es intentar esbozar el sentir de unos agentes que se ven invisibilizados cuando se cuenta la historia de Pablo Escobar: sus víctimas. Medellín es uno de los principales destinos turísticos de Colombia y el “tour de Pablo Escobar” es vendido como un atractivo. Basta una breve consulta en internet para ver que se ofrece una visita al museo Pablo Escobar, al lugar del demolido edificio Mónaco, a su sepulcro y a otros lugares ligados a su vida, además de una “tienda exclusiva de productos de Pablo Escobar”, donde se encuentran desde tazas y llaveros hasta prendas de vestir con su foto. Todos ellos son objetos que perpetúan una noción de Pablo como figura heroica o autoritaria, cuyo legado prevalece aún después de su muerte.
La vigente comercialización de Pablo como un ente invencible al olvido, como un hijo prominente de Antioquia (más allá de las razones de su popularidad), continúa proliferando un discurso que genera simpatía hacia su persona y que invisibiliza a sus víctimas. Este discurso le sigue promoviendo como una figura ambivalente, y cuando en el mal se reconoce algún tipo de bien, se desestima inexorablemente el peso del daño causado y el respeto que merecen los afectados. A más de 30 años de su muerte, persiste una atmósfera etérea y nubosa en la que Colombia no ha decidido ubicarlo, sin subjetividades, en la lista de criminales asiduos. Se le siguen concediendo indultos a partir del ideal de bondad que pregonaba en esos días en los que jugaba a ser redentor de unos y victimario de otros.
Hoy en día, la “vida y obra” de Pablo sigue siendo una historia mal contada. No se ha logrado deshacer el mito del Robin Hood paisa, y esta historia se reviste de idolatría o, cuando menos, de justificaciones. A Colombia, en este asunto, le faltan dignidad y vergüenza: dignidad para las víctimas y vergüenza para quienes no han asimilado que recordar a Escobar como una cara amable eterniza la falta de reconocimiento de quienes sufrieron sus caprichosas acciones del mal. Como país, deberíamos desarrollar un criterio íntegro y empático frente a lo que recordamos, así como replantearnos las maneras de hacerlo.
Laura Andrea Rendón Pareja
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