Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A propósito del artículo publicado el Día de la Independencia por El Espectador, titulado “Los hombres, ciudadanos y acuerdos de las constituciones de 1821 y 1991”, sobre la exposición que se inauguró en el Museo Nacional bajo la curaduría de María Teresa Calderón Pérez, directora del Centro de Estudios en Historia de la Universidad Externado, surgen las siguientes reflexiones.
Sobre Bolívar, la entrevista al pintor Juan Cárdenas nos cuenta que son escasas las representaciones pictóricas de los artistas de la época y muy pocas que recreen el hombre de Bolívar, no su rostro, que Cárdenas pretende rescatar desde sus estudios arqueológicos. En segundo lugar, sobre José Ignacio de Márquez, una estatua sin cabeza que uno pensaría que el artista que la hizo (no se menciona su autoría) tuvo esa intención. Pero no hay tal. Resulta ser que dicha estatua perdió la cabeza tras un trasteo provocado por la toma del Palacio de Justicia. La curadora “resignifica” dicha acefalia para decir que la sociedad es como un cuerpo y que lo que unifica el cuerpo es la cabeza, y concluye que “un cuerpo con cabeza es un sujeto político”, es decir que un cuerpo sin cabeza no es un sujeto político. La evolución social que va desde 1821 a 1991 nos indica que nuestra sociedad persiste en la repetición al afirmar que “ese símil entre el imperio acéfalo y la estatua de Márquez es para mostrar esa historia que se repite y se repite. No hemos conseguido construir una sociedad pacífica y reconocedora de la diversidad”.
El artículo menciona a los sujetos excluidos: “Ser ciudadano colombiano era un privilegio reservado para unos pocos: las mujeres, los esclavos y los sirvientes, entre otros actores sociales, estaban por fuera de esta noción”. Hay que decir que los pueblos indígenas quedaron por fuera del artículo, mezclados “entre otros actores sociales”, un signo excluyente de los pueblos originarios de estas tierras. Al final flota en el aire la idea de si es una Constitución el instrumento capaz de corregir nuestras diferencias que nos hacen matarnos los unos a los otros.
Hay que ir a la muestra para detectar ese nuevo símbolo —la estatua sin cabeza—, un signo que resignifica la curadora, que quizá permita descubrir, al margen de quién fue su autor, otros signos y otros significados, pues estos se asientan en la sociedad cuando ella participa de su construcción. Los visitantes se preguntarán entonces por qué la estatua de Márquez no tiene cabeza e ignorarán que fue a causa de un trasteo, pero sin duda dicho símbolo causará una reflexión que cada cual resignificará según la lectura que pueda hacer del conjunto de la muestra museológica. Es importante debatir estos temas, cuando en un futuro cercano inauguremos el museo de la memoria del conflicto armado que quiera la democracia del momento y esté precedido por un amplio proceso participativo, donde los ciudadanos reconozcan los significados de sus signos. Es ahí donde se asienta un símbolo nacional.
Sergio Roldán
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com