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Esta es mi respuesta a la carta del lector titulada Magisterio, publicada en el diario El Espectador el 11 de abril del 2025. La carta a la que me refiero fue escrita por un docente y “dicente” preocupado por el futuro del país. La carta sugiere que en Colombia se atraviesa por una crisis educativa. En sus palabras, la juventud colombiana lee y escribe mal, y tiene problemas para concentrarse en el aula por “la plaga” de los celulares y las redes sociales.
Me parece importante responder a esa carta porque representa una preocupación compartida entre profesores universitarios, una que, como un chicle masticado hasta el cansancio, se endurece y petrifica. En Colombia, la mayor parte de los profesores en la educación superior se acostumbraron a diagnosticar la incompetencia de sus alumnos para hablar de crisis civilizatorias en las que ellos son testigos —y víctimas— de la degeneración de la juventud. Lo sé porque yo mismo hice parte de ese club. Pero tenemos que revisar lo facilista e improductivo de ese ejercicio intelectual, uno que es egoísta antes que transformador.
Empecemos por reconocer que, como sugiere el autor de Magisterio, hay un problema en la educación de la juventud colombiana. La gran mayoría de jóvenes no leen ni escriben bien al llegar a la universidad, y una desconcertante cantidad de universitarios se gradúan con competencias de lenguaje menos desarrolladas que las de bachilleres de colegios de élite. Pero ojo: los estudiantes de colegios de élite sí saben escribir y leer bien. Ellos lo saben no porque son más virtuosos que los demás, más responsables o inteligentes. Lo saben porque el dinero de sus padres puede pagar buenos maestros y buenas condiciones de enseñanza. Esto quiere decir que tenemos un sistema educativo excluyente en el que pocos pueden desarrollar su habilidad de comprender y reproducir el lenguaje en sus formas más sofisticadas.
Como sugiere el autor de Magisterio, el problema educativo del país no se soluciona solo con un sistema universal gratuito, es decir, concentrándose solo en el acceso. Pero ¿¡cómo no concentrarse en el acceso!? El acceso no es negociable. Lo que sí creo que debe empezar a ser negociable, mientras las lentas ruedas del progreso social giran, es la perspectiva de los profesores universitarios. Tenemos que dejar de pensar que los estudiantes tienen que estar a “la altura de la universidad”. Los estudiantes siempre han estado y estarán a la altura de la sociedad en la que se desarrollan. La responsabilidad de los profesores es entender la coyuntura histórica que habitan y comprometerse con la especificidad y las necesidades de quienes le dan al educador su razón de ser: los y las estudiantes.
Un buen profesor entiende que cada curso es un mundo, un reto nuevo. El profesor quisquilloso no es un buen profesor: es un profesor demasiado absorto en sus problemas y su comodidad. Necesitamos más profesores comprometidos con el bien general y la necesidad específica de trabajar desde las capacidades e intereses de sus alumnos, no desde sus individuales expectativas fantasiosas y el “cesarismo” docente tan propio de muchos educadores en Colombia.
Al autor de Magisterio, gracias por poner la discusión sobre la mesa.
Juan Carlos Rico Noguera
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
