En esto se parecen Trump y Bernie Sanders
Contrario a lo que podría pensarse, Bernie Sanders y Donald Trump, así como sus simpatizantes, tienen algo en común: la crítica a la idea de la excepcionalidad estadounidense. Esta idea se basa en la premisa de que, al ser geopolíticamente y económicamente preponderante en el mundo, los valores de Estados Unidos deben ser un ejemplo a seguir.
Esta visión se reforzó durante la tercera ola democrática que llegó con el fin del Bloque Socialista en Europa del Este y la caída de la Unión Soviética. Muchos países comprendieron que debían imitar el sistema político imperante, el de la democracia liberal capitalista, para evitar convertirse en parias en el nuevo orden internacional. Así, los estadounidenses se convirtieron en evangelistas en un mundo donde la historia había llegado a su fin.
A este proceso de constante evangelización de los países de primer orden hacia el resto del mundo, algunos politólogos lo han denominado la “era de la imitación”. Este fenómeno ha recibido múltiples nombres: “americanización”, “liberalización” o “globalización”, y consiste en copiar estándares externos y orientar nuestras políticas en función de sistemas y países que se consideran dignos de imitación.
Los estudios relacionados demuestran que el perjudicado no es solo quien imita, sino también el imitado. Esto es evidente en el discurso de Donald Trump: para él, los grandes perdedores de la americanización del mundo son los mismos Estados Unidos.
La imitación puede llevar a la desposesión del emulado. Por eso, para Trump, el problema no son tanto los países que salen del modelo democrático liberal imperante —no tiene reparo en hablar bien de Putin o de Viktor Orbán— sino aquellos que se mantienen en ese modelo y buscan el cobijo de Estados Unidos.
Pero ¿cómo es posible que un discurso antiamericano resuene entre los mismos estadounidenses? La clave es la aceptación de una realidad incómoda: que Estados Unidos se encuentra en decadencia. Cuando el discurso dominante insiste en que “somos el ejemplo a seguir”, se encubren los problemas internos y se evitan en la agenda política. Precisamente esta es la crítica de los votantes hacia los “burócratas de Washington”.
Trump intenta convencer a la clase media y baja de que el papel de “policía del mundo” es costoso y perjudicial, algo que no vale la pena. Este aspecto, poco mencionado, de degradar la imagen de la nación para posicionarse como su redentor, no resulta ajeno para muchos latinoamericanos, quienes han visto a líderes de sus países utilizar tácticas similares. Sin embargo, en una superpotencia como Estados Unidos, este discurso es alarmante.
La idea de que la nación se está desmoronando genera la necesidad de buscar culpables; y esos culpables ya no se perciben como adversarios políticos, sino como enemigos. Esta distinción es crucial en democracia: al adversario se le derrota, pero al enemigo se le aniquila. Este tipo de retórica podría, en última instancia, llevar a una guerra civil, con consecuencias directas o indirectas para el mundo entero.
César Augusto Pardo Acosta
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
Contrario a lo que podría pensarse, Bernie Sanders y Donald Trump, así como sus simpatizantes, tienen algo en común: la crítica a la idea de la excepcionalidad estadounidense. Esta idea se basa en la premisa de que, al ser geopolíticamente y económicamente preponderante en el mundo, los valores de Estados Unidos deben ser un ejemplo a seguir.
Esta visión se reforzó durante la tercera ola democrática que llegó con el fin del Bloque Socialista en Europa del Este y la caída de la Unión Soviética. Muchos países comprendieron que debían imitar el sistema político imperante, el de la democracia liberal capitalista, para evitar convertirse en parias en el nuevo orden internacional. Así, los estadounidenses se convirtieron en evangelistas en un mundo donde la historia había llegado a su fin.
A este proceso de constante evangelización de los países de primer orden hacia el resto del mundo, algunos politólogos lo han denominado la “era de la imitación”. Este fenómeno ha recibido múltiples nombres: “americanización”, “liberalización” o “globalización”, y consiste en copiar estándares externos y orientar nuestras políticas en función de sistemas y países que se consideran dignos de imitación.
Los estudios relacionados demuestran que el perjudicado no es solo quien imita, sino también el imitado. Esto es evidente en el discurso de Donald Trump: para él, los grandes perdedores de la americanización del mundo son los mismos Estados Unidos.
La imitación puede llevar a la desposesión del emulado. Por eso, para Trump, el problema no son tanto los países que salen del modelo democrático liberal imperante —no tiene reparo en hablar bien de Putin o de Viktor Orbán— sino aquellos que se mantienen en ese modelo y buscan el cobijo de Estados Unidos.
Pero ¿cómo es posible que un discurso antiamericano resuene entre los mismos estadounidenses? La clave es la aceptación de una realidad incómoda: que Estados Unidos se encuentra en decadencia. Cuando el discurso dominante insiste en que “somos el ejemplo a seguir”, se encubren los problemas internos y se evitan en la agenda política. Precisamente esta es la crítica de los votantes hacia los “burócratas de Washington”.
Trump intenta convencer a la clase media y baja de que el papel de “policía del mundo” es costoso y perjudicial, algo que no vale la pena. Este aspecto, poco mencionado, de degradar la imagen de la nación para posicionarse como su redentor, no resulta ajeno para muchos latinoamericanos, quienes han visto a líderes de sus países utilizar tácticas similares. Sin embargo, en una superpotencia como Estados Unidos, este discurso es alarmante.
La idea de que la nación se está desmoronando genera la necesidad de buscar culpables; y esos culpables ya no se perciben como adversarios políticos, sino como enemigos. Esta distinción es crucial en democracia: al adversario se le derrota, pero al enemigo se le aniquila. Este tipo de retórica podría, en última instancia, llevar a una guerra civil, con consecuencias directas o indirectas para el mundo entero.
César Augusto Pardo Acosta
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