“Opa, opa”, y el condescendiente “ese es un buen tema, lo podemos discutir”, le decía un coro de hombres a la periodista Andrea Guerrero cuando se tomó el micrófono para decir que se sentía agredida por el llamado del futbolista Pablo Armero, detenido el año pasado en Miami por coger del pelo a su pareja e intentar cortarle las extensiones en castigo porque ella no quería tener sexo con él. Cuento de nuevo la agresión con detalle pues no fue cualquier cosa, no hubo ambigüedad alguna en la violencia machista que ejerció contra su pareja. Como tampoco hubo ambigüedad en la postura del consulado: a favor de Armero. “No comparto que mi selección, la que tiene mis ídolos, tenga un hombre que maltrató a su mujer”, dijo la periodista, con una asertividad que muchos medios han llamado “enfado”, y la verdad es que todos debemos compartir su indignación.
La primera razón es que Armero es apenas uno entre montones de futbolistas que agreden o han agredido a sus parejas sin que haya consecuencias para sus carreras: Hayner Mosquera le dio una muenda a su pareja en un ascensor; Carlos El Peto Rodríguez, del Júnior, llegó en la madrugada a pegarle a su esposa porque “ella era muy celosa”; Luis Yanes le pegó a su exesposa, la patinadora Ana María Rodríguez, en el centro comercial Hacienda Santa Bárbara; Jairo El Tigre Castillo le pegó a la modelo Adriana Paredes a la salida de una discoteca en Cali; José Adolfo Trencito Valencia está acusado de golpear a su novia; Dayro Moreno fue acusado de insultar y agredir a una mujer en un bar; Jorge Bolaño se peleó con su novia en una discoteca; tres jugadores del Once Caldas, John Pajoy, Carlos Rivas y Jefferson Cuero, y otro jugador cuya identidad no se conoce, han sido acusados de violar a una joven de 18 años luego de un partido de la Copa Libertadores en 2012, y nuestro clásico del hall de la fama de golpeadores de mujeres: el Bolillo Gómez, a quien ahora “agradecen” su violencia machista, pues el conocido incidente ocasionó su salida como técnico de la selección y trajo a Pékerman. Y bueno, ni hablar de Bruno Fernandes de Souza, en Brasil, que volvió a las canchas después de ser condenado por un brutal feminicidio. Estos casos son suficientes para pensar que no son aislados. Lo que tenemos es una cultura del fútbol que es complaciente con el maltrato a las mujeres, y pasa que nos hacemos los y las de la vista gorda con tal de que jueguen y nos entretengan. Nos importa un carajo que las víctimas de maltrato tengan que oír cómo les celebramos sus jugadas.
Esto no quiere decir que no hay espacio para la redención: claro que podrían enmendar su violencia, pero yo no he visto ni siquiera una campaña de su parte para visibilizar el problema, ni que hayan fundado grupos de “machos en rehabilitación” en donde puedan librarse de su masculinidad tóxica, ni he visto que los equipos les brinden tratamiento psicológico o sensibilizaciones en derechos de las mujeres para desmontar su rabia y su machismo. No hay razón alguna para suponer aquí que alguno se ha redimido, no se asume el problema de manera integral, y si algo, parece que ser maltratador y futbolista es hasta una garantía de impunidad.
Supongo que me dirán que no hay un solo hombre, ni uno en todo el país, que juegue fútbol y que no le haya pegado a su mujer que pueda reemplazar a Armero. Pero antes de pensar en sacarlo o no, preguntémonos cuáles son las discusiones que damos en torno al fútbol, qué nos importa y qué nos parece un problema menor, cuándo y cómo “nos representa como nación” y cuándo, cómo y por qué no. Nadie le exige a la selección de fútbol, que a todas estas es una empresa privada, que se convierta en el nuevo faro de la moral. Pero no podemos negar que el deporte es la épica moderna, el lugar donde Colombia encuentra a muchos de sus héroes y heroínas, y se convierten en modelos a seguir, pues en un país sin condiciones para sus atletas, cualquier triunfo en el deporte es muestra de tesón, talento y disciplina. Pero me pregunto qué pasaría si un exnarcotraficante (o exparamilitar o exguerrillero) que no haya pagado condena en la cárcel entrase hoy a la selección. ¿Qué discusiones estaríamos teniendo? ¿Nos parecería que su paso por el narcotráfico fue una etapa, algo de su vida privada que en nada afecta su capacidad como jugador? ¿Nos daría vergüenza cuando la cámara enfoque su cara mientras canta el himno nacional en un estadio extranjero? ¿Por qué nos parece tan fácil obviar que alguien es un golpeador de mujeres? ¿Por qué nos parece que unos delitos hacen parte de la vida privada y otros no?
“Opa, opa”, y el condescendiente “ese es un buen tema, lo podemos discutir”, le decía un coro de hombres a la periodista Andrea Guerrero cuando se tomó el micrófono para decir que se sentía agredida por el llamado del futbolista Pablo Armero, detenido el año pasado en Miami por coger del pelo a su pareja e intentar cortarle las extensiones en castigo porque ella no quería tener sexo con él. Cuento de nuevo la agresión con detalle pues no fue cualquier cosa, no hubo ambigüedad alguna en la violencia machista que ejerció contra su pareja. Como tampoco hubo ambigüedad en la postura del consulado: a favor de Armero. “No comparto que mi selección, la que tiene mis ídolos, tenga un hombre que maltrató a su mujer”, dijo la periodista, con una asertividad que muchos medios han llamado “enfado”, y la verdad es que todos debemos compartir su indignación.
La primera razón es que Armero es apenas uno entre montones de futbolistas que agreden o han agredido a sus parejas sin que haya consecuencias para sus carreras: Hayner Mosquera le dio una muenda a su pareja en un ascensor; Carlos El Peto Rodríguez, del Júnior, llegó en la madrugada a pegarle a su esposa porque “ella era muy celosa”; Luis Yanes le pegó a su exesposa, la patinadora Ana María Rodríguez, en el centro comercial Hacienda Santa Bárbara; Jairo El Tigre Castillo le pegó a la modelo Adriana Paredes a la salida de una discoteca en Cali; José Adolfo Trencito Valencia está acusado de golpear a su novia; Dayro Moreno fue acusado de insultar y agredir a una mujer en un bar; Jorge Bolaño se peleó con su novia en una discoteca; tres jugadores del Once Caldas, John Pajoy, Carlos Rivas y Jefferson Cuero, y otro jugador cuya identidad no se conoce, han sido acusados de violar a una joven de 18 años luego de un partido de la Copa Libertadores en 2012, y nuestro clásico del hall de la fama de golpeadores de mujeres: el Bolillo Gómez, a quien ahora “agradecen” su violencia machista, pues el conocido incidente ocasionó su salida como técnico de la selección y trajo a Pékerman. Y bueno, ni hablar de Bruno Fernandes de Souza, en Brasil, que volvió a las canchas después de ser condenado por un brutal feminicidio. Estos casos son suficientes para pensar que no son aislados. Lo que tenemos es una cultura del fútbol que es complaciente con el maltrato a las mujeres, y pasa que nos hacemos los y las de la vista gorda con tal de que jueguen y nos entretengan. Nos importa un carajo que las víctimas de maltrato tengan que oír cómo les celebramos sus jugadas.
Esto no quiere decir que no hay espacio para la redención: claro que podrían enmendar su violencia, pero yo no he visto ni siquiera una campaña de su parte para visibilizar el problema, ni que hayan fundado grupos de “machos en rehabilitación” en donde puedan librarse de su masculinidad tóxica, ni he visto que los equipos les brinden tratamiento psicológico o sensibilizaciones en derechos de las mujeres para desmontar su rabia y su machismo. No hay razón alguna para suponer aquí que alguno se ha redimido, no se asume el problema de manera integral, y si algo, parece que ser maltratador y futbolista es hasta una garantía de impunidad.
Supongo que me dirán que no hay un solo hombre, ni uno en todo el país, que juegue fútbol y que no le haya pegado a su mujer que pueda reemplazar a Armero. Pero antes de pensar en sacarlo o no, preguntémonos cuáles son las discusiones que damos en torno al fútbol, qué nos importa y qué nos parece un problema menor, cuándo y cómo “nos representa como nación” y cuándo, cómo y por qué no. Nadie le exige a la selección de fútbol, que a todas estas es una empresa privada, que se convierta en el nuevo faro de la moral. Pero no podemos negar que el deporte es la épica moderna, el lugar donde Colombia encuentra a muchos de sus héroes y heroínas, y se convierten en modelos a seguir, pues en un país sin condiciones para sus atletas, cualquier triunfo en el deporte es muestra de tesón, talento y disciplina. Pero me pregunto qué pasaría si un exnarcotraficante (o exparamilitar o exguerrillero) que no haya pagado condena en la cárcel entrase hoy a la selección. ¿Qué discusiones estaríamos teniendo? ¿Nos parecería que su paso por el narcotráfico fue una etapa, algo de su vida privada que en nada afecta su capacidad como jugador? ¿Nos daría vergüenza cuando la cámara enfoque su cara mientras canta el himno nacional en un estadio extranjero? ¿Por qué nos parece tan fácil obviar que alguien es un golpeador de mujeres? ¿Por qué nos parece que unos delitos hacen parte de la vida privada y otros no?