Con ocasión del año Colombia-Francia, el Ministerio de Cultura anuncia que a un evento literario que tendrá lugar en la Biblioteca del Arsenal, el 15 de noviembre en París, sólo llevará a diez escritores colombianos, todos hombres, como si en este país no hubiese escritoras.
Y escritoras colombianas sí hay. Nada más este año se publicaron Animales del fin del mundo, de Gloria Susana Esquivel; La perra, de Pilar Quintana; Al otro lado del mar, de María Cristina Restrepo; Tiempo muerto, de Margarita García Robayo (a quien sí invitaron a Francia, pero no pudo asistir); la biografía de María Cano por Beatriz Helena Robledo, y su vida ilustrada, en María Cano: Roja muy roja, de Gabriela Pinilla, y Un amor líquido, de Carolina Vegas, a quien muchas veces le preguntan que si contar la historia de su maternidad “es literatura”. Además están Carolina Sanín, Yolanda Reyes, Fanny Buitrago, y si esta lista fuese histórica se llevaría todo el espacio de la columna.
Ante la vergüenza de no llevar escritoras al año Colombia-Francia salieron a decir que “nadie había tenido la intención” de dejarlas fuera, como siempre, porque de hecho la mayoría de las veces el machismo no es intencional, está en esos primeros nombres que se nos ocurren y en las primeras imágenes que nos vienen a la mente. Que no se les ocurriera llevar cinco escritoras y cinco escritores sólo muestra que nuestra tendencia a considerar sólo a los hombres, a leer sólo a los hombres, funciona en automático. Cuando nos hacemos la pregunta sobre qué escritoras colombianas hemos leído, la respuesta suele ser que muy pocas. Los hombres escriben los libros de texto, las fotocopias de las lecturas universitarias, las novelas y la historia de Colombia.
Basta observar por un segundo a las mujeres que construye en su literatura nuestro adorado Gabriel García Márquez para ver que todas son musas, mozas o madres. Gabo habrá sido muy buen escritor, pero eso no quita lo machista. Que no se nos olvide que en Cien años de soledad a Remedios Moscote la casan cuando sólo tiene nueve años y muere luego de que Aureliano Buendía la viola (a esa edad, es violación) y la preña. Sobre Remedios la Bella se podría escribir un largo ensayo sobre la mirada predadora masculina y el acoso. Tan machista era Gabo que en su verde vejez tuvo el nervio de escribir las Memorias de mis putas tristes, que además de ser un irrespeto simbólico a su fiel esposa, Mercedes, que literalmente lo mantuvo para que escribiera su gran obra, es una fan fiction de La casa de las bellas durmientes de Kawabata, que cuenta la historia de una suerte de prostíbulo a donde los viejos verdes impotentes van a restregársele a doncellas dormidas, es decir, es un libro sobre violaciones. Estos son los tropos de los escritores latinoamericanos, los del Boom son casi todos asquerosamente machistas, y hasta Neruda en sus memorias confiesa una violación “casual” que el escritor comete cuando ve a la empleada que le arregla el cuarto y “le dan ganas”. Pero el machismo en la literatura no lo vamos a notar hasta que leamos a las mujeres. No puede ser que toda nuestra imaginación esté sólo alimentada por las ficciones que escriben los machos.
La consecuencia es gravísima, pues al borrar a las colombianas de nuestra mente les estamos quitando oportunidades, reconocimiento y derechos. La consecuencia es que no pensamos en las mujeres, y esto tiene efectos, porque de hecho somos la mayoría de la población. Por eso el Ministerio no invitó a las mujeres a Francia. Por eso cuando Adidas anuncia la nueva camiseta de la selección de fútbol colombiana, a la única mujer que incluyen en su promoción es a la exreina de belleza Paulina Vega Dieppa, y otra vez se les “olvidó” incluir a las deportistas, específicamente a las futbolistas colombianas que tienen resultados internacionales mucho mejores que nuestra amada “selección” de hombres. Casi todas las colombianas que se destacan en su campo lo hacen esforzándose el doble que sus colegas hombres y son invariablemente cuestionadas. Aquí están, son excelentes, y no las vemos porque crecimos imaginando que no existen. Que no existimos.
Con ocasión del año Colombia-Francia, el Ministerio de Cultura anuncia que a un evento literario que tendrá lugar en la Biblioteca del Arsenal, el 15 de noviembre en París, sólo llevará a diez escritores colombianos, todos hombres, como si en este país no hubiese escritoras.
Y escritoras colombianas sí hay. Nada más este año se publicaron Animales del fin del mundo, de Gloria Susana Esquivel; La perra, de Pilar Quintana; Al otro lado del mar, de María Cristina Restrepo; Tiempo muerto, de Margarita García Robayo (a quien sí invitaron a Francia, pero no pudo asistir); la biografía de María Cano por Beatriz Helena Robledo, y su vida ilustrada, en María Cano: Roja muy roja, de Gabriela Pinilla, y Un amor líquido, de Carolina Vegas, a quien muchas veces le preguntan que si contar la historia de su maternidad “es literatura”. Además están Carolina Sanín, Yolanda Reyes, Fanny Buitrago, y si esta lista fuese histórica se llevaría todo el espacio de la columna.
Ante la vergüenza de no llevar escritoras al año Colombia-Francia salieron a decir que “nadie había tenido la intención” de dejarlas fuera, como siempre, porque de hecho la mayoría de las veces el machismo no es intencional, está en esos primeros nombres que se nos ocurren y en las primeras imágenes que nos vienen a la mente. Que no se les ocurriera llevar cinco escritoras y cinco escritores sólo muestra que nuestra tendencia a considerar sólo a los hombres, a leer sólo a los hombres, funciona en automático. Cuando nos hacemos la pregunta sobre qué escritoras colombianas hemos leído, la respuesta suele ser que muy pocas. Los hombres escriben los libros de texto, las fotocopias de las lecturas universitarias, las novelas y la historia de Colombia.
Basta observar por un segundo a las mujeres que construye en su literatura nuestro adorado Gabriel García Márquez para ver que todas son musas, mozas o madres. Gabo habrá sido muy buen escritor, pero eso no quita lo machista. Que no se nos olvide que en Cien años de soledad a Remedios Moscote la casan cuando sólo tiene nueve años y muere luego de que Aureliano Buendía la viola (a esa edad, es violación) y la preña. Sobre Remedios la Bella se podría escribir un largo ensayo sobre la mirada predadora masculina y el acoso. Tan machista era Gabo que en su verde vejez tuvo el nervio de escribir las Memorias de mis putas tristes, que además de ser un irrespeto simbólico a su fiel esposa, Mercedes, que literalmente lo mantuvo para que escribiera su gran obra, es una fan fiction de La casa de las bellas durmientes de Kawabata, que cuenta la historia de una suerte de prostíbulo a donde los viejos verdes impotentes van a restregársele a doncellas dormidas, es decir, es un libro sobre violaciones. Estos son los tropos de los escritores latinoamericanos, los del Boom son casi todos asquerosamente machistas, y hasta Neruda en sus memorias confiesa una violación “casual” que el escritor comete cuando ve a la empleada que le arregla el cuarto y “le dan ganas”. Pero el machismo en la literatura no lo vamos a notar hasta que leamos a las mujeres. No puede ser que toda nuestra imaginación esté sólo alimentada por las ficciones que escriben los machos.
La consecuencia es gravísima, pues al borrar a las colombianas de nuestra mente les estamos quitando oportunidades, reconocimiento y derechos. La consecuencia es que no pensamos en las mujeres, y esto tiene efectos, porque de hecho somos la mayoría de la población. Por eso el Ministerio no invitó a las mujeres a Francia. Por eso cuando Adidas anuncia la nueva camiseta de la selección de fútbol colombiana, a la única mujer que incluyen en su promoción es a la exreina de belleza Paulina Vega Dieppa, y otra vez se les “olvidó” incluir a las deportistas, específicamente a las futbolistas colombianas que tienen resultados internacionales mucho mejores que nuestra amada “selección” de hombres. Casi todas las colombianas que se destacan en su campo lo hacen esforzándose el doble que sus colegas hombres y son invariablemente cuestionadas. Aquí están, son excelentes, y no las vemos porque crecimos imaginando que no existen. Que no existimos.