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La pandemia del coronavirus, como todas las pandemias, tiene un impacto diferenciado en las mujeres, pero lastimosamente este no es un tema prioritario para la mayoría de los gobiernos. Según la académica Caroline Criado-Pérez en su libro Invisible Women (Mujeres invisibles), uno de los problemas más grandes es que los Estados no suelen recoger datos diferenciados por género sobre los impactos sociales de la enfermedad y esta invisibilización de las mujeres termina por hacer mucho más grandes las brechas de desigualdad.
Al no tomar en cuenta la categoría de género durante la pandemia del H1N1 del 2009, “los servidores públicos se enfocaron en trabajar con hombres, quienes eran los propietarios de las fincas, a pesar de que eran las mujeres las que se encargaban del cuidado directo de los animales. Durante el brote de ébola en 2014 en Sierra Leona, los planes iniciales de las cuarentenas les otorgaban a las mujeres recursos alimenticios que no incluían agua ni combustibles, y como socialmente eran las mujeres las encargadas de salir a buscar el agua y el combustible para cocinar, tuvieron que seguir saliendo de sus casas exponiéndolas al alto riesgo de contagiar la enfermedad. [...] Un ensayo de 2016 también mostró que en las epidemias internacionales de ébola y zika las recomendaciones de salud estuvieron basadas en la premisa —falsa— de que las mujeres tienen el poder económico, social y regulatorio para cumplir las recomendaciones con autonomía”, explica Criado-Pérez.
Aunque todo indica que el coronavirus afecta menos la salud física de las mujeres, las medidas de aislamiento social ponen una carga desproporcionada en ellas. Al suspender colegios, los trabajos de cuidado en la casa aumentan y como las mujeres tienen tradicionalmente asignado el rol del trabajo de cuidado tanto de niños y niñas como de personas enfermas o de la tercera edad, son quienes tendrán que asumir estas cargas. Las familias más afortunadas, que tienen un doble ingreso, se verán obligadas a escoger quién cuida y quién trabaja, y ante esa disyuntiva, más allá de los roles asignados socialmente, hay que tomar decisiones pragmáticas y en las parejas heterosexuales suelen ser las mujeres quienes ganan menos o quienes tienen trabajos informales y son más susceptibles a ser despedidas. Esto nos regresaría a un modelo de principios del siglo XX, con un trabajador asalariado y una trabajadora no remunerada que se encarga del trabajo del hogar.
Criado-Pérez también muestra cómo, ante el cierre de las escuelas por las cuarentenas durante la crisis del ébola, muchas niñas se quedaron sin la posibilidad de retomar sus estudios y también aumentó la violencia sexual y doméstica cuando niñas y mujeres tuvieron que quedarse encerradas con sus agresores. Y no se trata solo de condiciones de vida violentas que se recrudecen: se ha visto que factores como el consumo de alcohol, el estrés y las dificultades financieras hacen que surjan nuevos agresores. No es casualidad que, en Colombia, los mayores casos de violencia contra las mujeres se dan el Día de la Madre.
Además de poner a disposición líneas de apoyo y denuncia para las mujeres que sufren violencia, (¿cómo hacer esa llamada si estás encerrada en tu casa con tu agresor?), ¿qué otras acciones está tomando el Gobierno para garantizar la vida y salud de las mujeres y niñas que están viviendo violencia o explotación en sus casas? Son justamente las mujeres más vulnerables las que están haciendo el trabajo indispensable para sobrevivir a esta crisis, y parece que aún no nos damos cuenta de que sin este trabajo no reconocido de las mujeres no hay ni trabajadores, ni consumidores, ni votantes, porque es el trabajo de cuidado el que mantiene viva a una sociedad.