Este #8M cambiemos “empoderamiento” por “liberación”
Tras años de campañas feministas para el 8 de marzo, parece que por fin los Estados, las instituciones, las corporaciones y la gente de a pie empiezan a entender que el Día de las Mujeres no es un día para “celebrar nuestra feminidad” (cosa que no tiene especial mérito y mucho menos en las mujeres cis), ni un duplicado del Día de las Madres un poquito más cursi. Poco a poco, el discurso ha ido cambiando, y ahora hay una palabreja biempensante que aparece en todos lados: empoderamiento.
Yo me empodero, tú te empoderas, nosotras nos empoderamos. Suena buenísimo, pero la cosa no es tan fácil. El poder no es algo que se adquiere a punta de pensamiento positivo; el poder tiene estructuras, hace parte de un sistema desigual. Si fuera tan sencillo como que cada mujer se “empodere” por voluntad propia, el problema de la desigualdad de género ya estaría resuelto. La idea es especialmente atractiva para marcas comerciales y Estados, pues les sirve para evadir su responsabilidad en el problema, ya que hace creer que el poder es algo que se consigue con el esfuerzo individual y de esta manera se invisibilizan todos los problemas estructurales, como la discriminación, la opresión, la explotación o sistemas como el capitalismo y el patriarcado, que se alimentan de la desigualdad de poder.
Ustedes se preguntarán: ¿qué importa si se usa la palabra empoderamiento en vez de cualquier otra? Importa, porque es una palabra que deja de nombrar los problemas estructurales y al hacerlo permite que los nodos de poder hegemónico evadan responsabilidades, al tiempo que confunde a las personas oprimidas. Una mujer puede ser asertiva con lo que quiere y desea y aun así ser discriminada, humillada y explotada. Lo que nos blinda contra estos abusos no es nuestra autoconfianza, sino los privilegios que tengamos acumulados. Otra mujer puede ser una trabajadora muy talentosa, pero de nada sirve que se sienta empoderada por su brillante carrera profesional si bajo su mando hay mujeres mal pagadas y explotadas laboralmente. Además, es una gran ironía que la palabra empoderamiento ha estado ligada a los procesos de autonomía de las mujeres en países del tercer mundo, o Global South (el eufemismo preferido por los países del norte), y si además son mujeres racializadas o atravesadas por otra forma de discriminación, mejor, porque empoderamiento es la palabra que se usa para las personas sin poder.
Quizás este 8 de marzo podemos cambiar la palabra empoderamiento por liberación. Al contrario de la palabra empoderamiento, liberación nos obliga a mirar hacia esos lugares incómodos, que incomodan sobre todo al statu quo de los sistemas de poder. La palabra liberación me parece acertada porque presume que hay algo que nos oprime, de lo cual debemos liberarnos. Y esta presunción nos lleva a preguntarnos qué significa la libertad, qué significan la esclavitud, la explotación, la falta de oportunidades y, lo más importante: frente a quién o qué debemos liberarnos. En la respuestas a esas preguntas comienza nuestra revolución.
Tras años de campañas feministas para el 8 de marzo, parece que por fin los Estados, las instituciones, las corporaciones y la gente de a pie empiezan a entender que el Día de las Mujeres no es un día para “celebrar nuestra feminidad” (cosa que no tiene especial mérito y mucho menos en las mujeres cis), ni un duplicado del Día de las Madres un poquito más cursi. Poco a poco, el discurso ha ido cambiando, y ahora hay una palabreja biempensante que aparece en todos lados: empoderamiento.
Yo me empodero, tú te empoderas, nosotras nos empoderamos. Suena buenísimo, pero la cosa no es tan fácil. El poder no es algo que se adquiere a punta de pensamiento positivo; el poder tiene estructuras, hace parte de un sistema desigual. Si fuera tan sencillo como que cada mujer se “empodere” por voluntad propia, el problema de la desigualdad de género ya estaría resuelto. La idea es especialmente atractiva para marcas comerciales y Estados, pues les sirve para evadir su responsabilidad en el problema, ya que hace creer que el poder es algo que se consigue con el esfuerzo individual y de esta manera se invisibilizan todos los problemas estructurales, como la discriminación, la opresión, la explotación o sistemas como el capitalismo y el patriarcado, que se alimentan de la desigualdad de poder.
Ustedes se preguntarán: ¿qué importa si se usa la palabra empoderamiento en vez de cualquier otra? Importa, porque es una palabra que deja de nombrar los problemas estructurales y al hacerlo permite que los nodos de poder hegemónico evadan responsabilidades, al tiempo que confunde a las personas oprimidas. Una mujer puede ser asertiva con lo que quiere y desea y aun así ser discriminada, humillada y explotada. Lo que nos blinda contra estos abusos no es nuestra autoconfianza, sino los privilegios que tengamos acumulados. Otra mujer puede ser una trabajadora muy talentosa, pero de nada sirve que se sienta empoderada por su brillante carrera profesional si bajo su mando hay mujeres mal pagadas y explotadas laboralmente. Además, es una gran ironía que la palabra empoderamiento ha estado ligada a los procesos de autonomía de las mujeres en países del tercer mundo, o Global South (el eufemismo preferido por los países del norte), y si además son mujeres racializadas o atravesadas por otra forma de discriminación, mejor, porque empoderamiento es la palabra que se usa para las personas sin poder.
Quizás este 8 de marzo podemos cambiar la palabra empoderamiento por liberación. Al contrario de la palabra empoderamiento, liberación nos obliga a mirar hacia esos lugares incómodos, que incomodan sobre todo al statu quo de los sistemas de poder. La palabra liberación me parece acertada porque presume que hay algo que nos oprime, de lo cual debemos liberarnos. Y esta presunción nos lleva a preguntarnos qué significa la libertad, qué significan la esclavitud, la explotación, la falta de oportunidades y, lo más importante: frente a quién o qué debemos liberarnos. En la respuestas a esas preguntas comienza nuestra revolución.