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Esta semana la periodista Paola Ochoa dijo que “la lactancia por uno o dos años” es una cosa de “países tercermundistas”, que la leche de fórmula alimenta mejor a los bebés que la leche materna y que “a partir de los tres meses ya la cantidad de defensas que se pasan a través de la leche materna es mínima”. “Yo tengo cuatro hijos, tres nacieron acá y uno nació allá (Estados Unidos), el que nació allá nos decía el pediatra que había que empezar a darle después de los tres meses leche en polvo, porque estas leches son superenriquecidas, tienen un montón de aminoácidos, minerales, vitaminas y eso lo que hace precisamente es que los niños puedan desarrollarse mucho más rápido en talla”.
Las declaraciones causaron gran revuelo y fueron seguidas de una columna en el diario El Tiempo donde Ochoa supuestamente defiende su punto de vista, pero en realidad escribe una seguidilla de falacias. Para empezar, asume que la crítica a sus declaraciones es porque hay un “dogma irrefutable” que consiste en que la lactancia materna debe ser exclusiva durante los primeros seis meses y “no importa cuán deshidratado parezca el bebé, no importa cuánto reflujo pueda tener, no importa si vomita la leche de mamá, no importa si la fábrica ya no aguanta más, no importa si la producción es poca, no importa si el bebé queda con hambre, no importa si llora por dos o tres horas seguidas hasta que la producción vuelva a recargarse”. Y sí, hay una tendencia contemporánea a defender la lactancia materna como única vía, que genera muchísima culpa y ansiedad en las madres que por una razón u otra no pueden o no quieren amamantar. Lo que se conoce popularmente como “la liga de la leche” es un problema, pero no porque la leche materna sea mala, sino porque se impone socialmente sobre los cuerpos y las vidas de las madres.
Si el problema fuera ese, “Paola Ochoa defendiendo la libertad de las mujeres versus la imposición absoluta de la lactancia exclusiva”, pues estaríamos del mismo lado. Pero las críticas a Ochoa son porque pretende universalizar su experiencia personal con sus hijos y convertirla en un estándar, y porque cae en lo mismo que critica: pretende imponer la fórmula como la mejor opción de forma absoluta. Lo peor es que para hacerlo usa argumentos aporofóbicos, estigmatizantes y hasta un poquito racistas. “(Hay) estudios que podrían explicar las bajísimas tasas de lactancia materna en países como Irlanda, Francia, Estados Unidos, Bélgica, Estonia, Letonia, Dinamarca y Suecia; todos coleros en lactancia materna pero primeros en altura poblacional. Por el contrario, América Latina tiene una de las tasas de lactancia materna más altas y una de las más bajas en materia de estatura. ¿Mera casualidad o consecuencia de la doctrina?”. El fastidio de Ochoa por los pobres y los bajitos merece columna aparte. Pero la falacia está en que, si bien la malnutrición es un obstáculo para el crecimiento, las personas blancas europeas son altas por una herencia genética, no porque tomen leche de fórmula.
La idea de que la lactancia materna es una práctica del subdesarrollo tiene que ver con que muchas mujeres no pueden pagar la fórmula porque es carísima. Pero amantar también es caro, requiere el recurso más preciado que tenemos: el tiempo, y por eso para la gran mayoría de las mujeres trabajadoras la lactancia exclusiva de seis meses es un lujo. En ambos casos el problema es que no hay suficientes políticas públicas (como subsidios y garantías laborales) para que las mujeres puedan elegir entre la teta y la fórmula libremente, y porque nuestra sociedad insiste en imponer una única forma aceptada de maternidad.
La maternidad hegemónica es un problema porque borra nuestra diversidad: hay madres adoptivas, biológicas, de todas las edades, profesiones, identidades, géneros (sí, las personas masculinas también pueden maternar), orientaciones sexuales o clases sociales. En realidad, tanto la fórmula como la lactancia materna tienen ventajas y desventajas que dependen de las particularidades de la vida de cada madre y por eso es una decisión tan personal.