Hasta que nuestras vidas importen más que las piedras

Catalina Ruiz-Navarro
12 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.
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Una de las estrategias de protesta de las marchas feministas en México es la intervención deliberada de vidrios, monumentos, estaciones de autobús, con palos, piedras, bombas de pintura, de humo y bengalas por parte de grupos de mujeres encapuchadas. Sé que en Colombia esto se lee como un escenario aterrador, como una protesta que se sale de control, “vandálica”, “violenta”, a diferencia de esa “protesta buena”, la que sí nos gusta, con flores, canciones y manifestaciones artísticas. Pero hay un error gigantesco en creer que hay formas de “protesta buena” y formas de “protesta mala”. Primero, porque esta división ayuda a estigmatizar a los grupos más radicales y pone en peligro a las protestantes más vulnerables. Segundo, porque ningún grupo ha cedido poder, ningún gobierno ha cambiado sus formas de opresión porque se lo pidamos “bonito”. Y tercero, porque no sabemos si mañana lleguemos a tal punto que nos toque salir a romper todo, como pasó en México.

Allí, un país con 129 millones de personas, hay 10 feminicidios diarios. No nos sorprendamos; en Colombia entre enero de 2018 y febrero de 2019 hubo 1.080 feminicidios según Medicina Legal, eso es aproximadamente tres feminicidios diarios en un país de 50 millones de personas. Los índices de impunidad en crímenes de violencia de género están en un 98 %, y la cifra aplica para toda Latinoamérica. Las feministas se lo hemos dicho a cada gobierno de turno y la respuesta siempre ha sido la minimización del problema. No pueden pedirnos que guardemos la compostura cuando Ingrid Escamilla es asesinada, eviscerada y desollada, y la policía filtra las fotos del cuerpo a la prensa y los medios las hacen virales. Es por eso que las mexicanas lo rompen todo. Es una expresión legítima de rabia y de protesta. En una pinta se leía: “Lo vamos a quemar todo hasta destruir su indiferencia”.

Esta no es una apología a la violencia. Lo que las mujeres hacen se llama “acción directa”, es una forma de desobediencia civil cuyo objetivo son los monumentos (no son vándalas saqueando tiendas de electrodomésticos). Van encapuchadas porque ejercen su derecho al anonimato, indispensable para protestar frente al poder. Y tampoco le hacen daño a ninguna persona. Yo he estado cubriendo las protestas de estos contingentes de cerca y no he recibido ni un empujón, el mayor contacto que tuve fue porque me dieron un abrazo. Creer que romper el vidrio de un almacén de cadena es violencia mientras se desestima la epidemia de feminicidios es creer que la propiedad, pública o privada, vale más que las vidas de las mujeres. Es darles menos valor a nuestras vidas que a unas piedras.

Esto se confirma con el comportamiento de la policía en las marchas. En CDMX, a las marchas feministas mandan a las granaderas, un equivalente al Esmad de solo mujeres. Y tendría sentido su presencia, si llegaran a cuidar. Este año hubo amenazas de echarnos ácido a las marchantes, y tendrían que haber estado protegiéndonos, pero tristemente estaban desplegadas para proteger los monumentos de los grafitis de las feministas. Al día siguiente de las marchas las calles estaban limpias, hasta una obra en el piso del Zócalo con los nombres de las mujeres asesinadas amaneció borrada. Tanto despliegue de eficiencia para limpiar unas piedras, eficiencia que brilla por su ausencia cuando se trata de proteger nuestras vidas.

Gritarles “sin violencia” a estos grupos es no entender que protestar bonito es un privilegio, que su protesta no solo es tan válida como la mía, también es necesaria: ellas rompen los vidrios hoy para que a ninguna nos maten mañana. Por eso en México, cuando llega la policía, gritamos “¡fuimos todas!”, y en ese grito se siente el poder de la sororidad a la que aspiramos. La protesta siempre es buena, con una excepción: la que no incomoda es la única protesta mala.

@Catalinapordios

 

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