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Quizás muchas personas hemos escuchado el término “terapia de conversión”, pero nos imaginamos que es una práctica del pasado: ¿quién en pleno 2021 podría creer que la orientación sexual puede forzarse? La respuesta es: muchas personas. Las mal llamadas “terapias de conversión” son una práctica extendida en Latinoamérica. En Volcánicas publicamos un reportaje con 10 testimonios de personas que fueron sometidas a algún tipo de esfuerzo para cambiar su orientación sexual o identidad de género. Las víctimas denuncian a organizaciones internacionales, como Courage, Protege tu Corazón, la iglesia católica Santa Isabel de Bogotá, y a otras organizaciones locales que incluyen el canal de televisión TeleVID de Medellín, operado por la Congregación Mariana de la Compañía de Jesús; la Iglesia Cristiana Evangélica Cuadrangular Sevilla; la Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo, y también la Iglesia Misión Paz a las Naciones, a la que pertenece el precandidato presidencial John Milton Rodríguez, creador de esta y otras organizaciones como Aguas Vivas y Contra la Corriente.
“Terapia de conversión” es un mal término porque usar la palabra “terapia” hace pensar que hay algún tipo de procedimiento con consistencia metodológica que además tiene un fin terapéutico y puede lograr un cambio real en la orientación sexual o identidad de género. El término también confunde porque hace pensar que estas prácticas son homogéneas, cuando en realidad van desde internar a alguien en un lugar (que puede ser, por ejemplo, una institución psiquiátrica), llevarlo a rituales religiosos más organizados que no implican una reclusión, pagar una terapia psicológica con un profesional de la salud mental corrupto, hasta amenazar a una persona LGBTIQ+ con cosas como no pagarle la universidad si no exhibe un comportamiento heteronormado. Por eso, el término técnico para referirse a estas prácticas es “esfuerzo de cambio de orientación sexual, identidad de género o expresión de género” (ECOSIEG).
Como son prácticas tan diversas, contenerlas es supremamente difícil. En países como Brasil, México y Ecuador se ha intentado pasar leyes punitivistas que prohíban los ECOSIEG, pero no han sido exitosas. Por un lado, los delitos en los que podría incurrir un ECOSIEG ya existen. Por otro, es ingenuo pensar que un fenómeno tan complejo va a poder castigarse por la vía penal y más en países con índices tan altos de impunidad. Finalmente, quienes suelen terminar criminalizados por estas medidas son los familiares de las personas LGBTIQ+, quienes quizás cayeron en estas formas de violencia por ignorancia o con la genuina intención de mejorar la calidad de vida de la víctima. Estas buenas intenciones no excusan la violencia, pero la vía punitivista deja a las personas LGBTIQ+ en la situación imposible de tener que denunciar a sus familias, exponiéndose al ostracismo y el abandono.
Lo que se necesita para frenar estas formas de tortura es una política pública transversal que sancione a iglesias que incurran en estas prácticas (y de paso que les cobre impuestos) y a profesionales de la salud mental que no tienen ética y son unos embaucadores. Esto es más difícil porque, por ejemplo, las iglesias tienen tanto poder que hasta cuentan con congresistas y precandidatos presidenciales. También, y sobre todo, se necesita educación sexual integral desde la infancia y con perspectiva de género. Uno de los hallazgos más descorazonadores del reportaje es que muchas personas se someten de forma voluntaria a un ECOSIEG porque su entorno les insiste en que ser gay, bi, lesbiana, trans, queer o no binario es una condena a una vida llena de fracasos e infelicidad, cuando en realidad es al contrario. El problema no es la orientación sexual o la identidad de género, es una cultura que nos impone un binarismo heteronormado al que nadie se ajusta naturalmente y cuya imposición genera violaciones de derechos humanos.