Durante los últimos días se ha construido un debate mundial sobre el acoso sexual omnipresente que vivimos a diario las mujeres. La cosa comenzó con una historia de The New York Times que denunciaba, con asquerosos detalles, al mogul hollywoodense Harvey Weinstein por décadas de acoso y abuso sexual. A medida que las actrices empezaron a denunciar sus casos de acoso, mujeres de todas partes del mundo y de todos los gremios empezamos a contar historias que nos llevan a una durísima conclusión: que todas hemos sido acosadas en algún momento de nuestras vidas. Ese fue el grito rutilante del hashtag #MeToo o #YoTambién, en español.
Como sucedió con el hashtag #MiPrimerAcoso, todos nos levantamos a unas redes llenas de testimonios en donde había solidaridad en las mujeres y sorpresa en los hombres: ¡Cómo! ¿El mundo es así? ¿El mismo mundo al que pertenezco, ese que camino y navego fresco y campante? Sí. Pero esa sorpresa es casi una parsimonia antes de la fea conclusión: que si todas las mujeres hemos sido acosadas, y si la contundente mayoría hemos sido acosadas por hombres, esto quiere decir que hay un porcentaje importante de hombres, hombres que son nuestros amigos, novios, maridos, padres, hermanos, que acosan. Así de sencillo.
Y no es que apenas nos estemos dando cuenta. Es que llevamos guardando silencio mucho tiempo para que ustedes, hombres que nos acosan, no se sientan incómodos. Es que usualmente somos nosotras quienes tenemos que lidiar y, a veces, pagar los platos —literalmente— rotos por esa incomodidad. Esta verdad del acoso, que todas las mujeres cargamos, durante generaciones ha sido silenciada. Las verdades feas de los hombres no se dicen en voz alta, ese es el pacto del patriarcado.
Ya sé, ya sé, que ahora resulta que todos son bienintencionados. Pero no se distraigan, que no se trata de que ahora las mujeres corramos, como si fuéramos sus mamacitas, a hacerlos sentir mejor. No se asuman buenos, que no se trata de ustedes, se trata de nosotras gritándoles una verdad. Y aquí el que no ha acosado, dándose cuenta o no, por lo menos ha visto cómo acosan y no ha hecho nada, y se ha reído socarrón de esos chistes misóginos tan de mal gusto. Porque no se olviden de que buena parte de la masculinidad, como la conocemos, está basada en disminuir, deshumanizar y cosificar a las mujeres. Por eso los chats de WhatsApp de sólo hombres les llenan la memoria del celular con porno. Parte del performance de la masculinidad es juntarse a morbosear, es decir, disminuir a las mujeres.
Salvo que sean su esposa, su hija, su hermana o su mamá. A esas, que son extensión de sus egos, que las dejen en paz. Pero no porque ustedes estén dispuestos a cambiar, a cambiar una cultura que celebra y promueve la violación, sino porque creen que su autoridad de macho protegerá a las mujeres a su alrededor. Les tengo una noticia: no.
Porque, ya que están despertando al problema, preguntándose qué hacer, pueden comenzar por la autocrítica. Por aceptar que aquí todos somos machos (y machas) y que estamos en rehabilitación de una enfermedad que se llama machismo y que nos tiene jodidas a las mujeres de muchas maneras y hasta nos mata. Y la segunda es ser críticos de los hombres a su alrededor, que están perfectamente capacitados para tratarnos a las mujeres como personas. No es tan difícil, porque, de hecho, las mujeres somos personas. Pueden, también, escucharnos más allá de sus sentimientos de culpa, les estamos hablando en serio: estamos hartas del acoso y ustedes han sido los perpetradores. Nuestra vida mejoraría enormemente, y en todos los aspectos, si dejan de hacernos sentir disminuidas y acosadas.
Durante los últimos días se ha construido un debate mundial sobre el acoso sexual omnipresente que vivimos a diario las mujeres. La cosa comenzó con una historia de The New York Times que denunciaba, con asquerosos detalles, al mogul hollywoodense Harvey Weinstein por décadas de acoso y abuso sexual. A medida que las actrices empezaron a denunciar sus casos de acoso, mujeres de todas partes del mundo y de todos los gremios empezamos a contar historias que nos llevan a una durísima conclusión: que todas hemos sido acosadas en algún momento de nuestras vidas. Ese fue el grito rutilante del hashtag #MeToo o #YoTambién, en español.
Como sucedió con el hashtag #MiPrimerAcoso, todos nos levantamos a unas redes llenas de testimonios en donde había solidaridad en las mujeres y sorpresa en los hombres: ¡Cómo! ¿El mundo es así? ¿El mismo mundo al que pertenezco, ese que camino y navego fresco y campante? Sí. Pero esa sorpresa es casi una parsimonia antes de la fea conclusión: que si todas las mujeres hemos sido acosadas, y si la contundente mayoría hemos sido acosadas por hombres, esto quiere decir que hay un porcentaje importante de hombres, hombres que son nuestros amigos, novios, maridos, padres, hermanos, que acosan. Así de sencillo.
Y no es que apenas nos estemos dando cuenta. Es que llevamos guardando silencio mucho tiempo para que ustedes, hombres que nos acosan, no se sientan incómodos. Es que usualmente somos nosotras quienes tenemos que lidiar y, a veces, pagar los platos —literalmente— rotos por esa incomodidad. Esta verdad del acoso, que todas las mujeres cargamos, durante generaciones ha sido silenciada. Las verdades feas de los hombres no se dicen en voz alta, ese es el pacto del patriarcado.
Ya sé, ya sé, que ahora resulta que todos son bienintencionados. Pero no se distraigan, que no se trata de que ahora las mujeres corramos, como si fuéramos sus mamacitas, a hacerlos sentir mejor. No se asuman buenos, que no se trata de ustedes, se trata de nosotras gritándoles una verdad. Y aquí el que no ha acosado, dándose cuenta o no, por lo menos ha visto cómo acosan y no ha hecho nada, y se ha reído socarrón de esos chistes misóginos tan de mal gusto. Porque no se olviden de que buena parte de la masculinidad, como la conocemos, está basada en disminuir, deshumanizar y cosificar a las mujeres. Por eso los chats de WhatsApp de sólo hombres les llenan la memoria del celular con porno. Parte del performance de la masculinidad es juntarse a morbosear, es decir, disminuir a las mujeres.
Salvo que sean su esposa, su hija, su hermana o su mamá. A esas, que son extensión de sus egos, que las dejen en paz. Pero no porque ustedes estén dispuestos a cambiar, a cambiar una cultura que celebra y promueve la violación, sino porque creen que su autoridad de macho protegerá a las mujeres a su alrededor. Les tengo una noticia: no.
Porque, ya que están despertando al problema, preguntándose qué hacer, pueden comenzar por la autocrítica. Por aceptar que aquí todos somos machos (y machas) y que estamos en rehabilitación de una enfermedad que se llama machismo y que nos tiene jodidas a las mujeres de muchas maneras y hasta nos mata. Y la segunda es ser críticos de los hombres a su alrededor, que están perfectamente capacitados para tratarnos a las mujeres como personas. No es tan difícil, porque, de hecho, las mujeres somos personas. Pueden, también, escucharnos más allá de sus sentimientos de culpa, les estamos hablando en serio: estamos hartas del acoso y ustedes han sido los perpetradores. Nuestra vida mejoraría enormemente, y en todos los aspectos, si dejan de hacernos sentir disminuidas y acosadas.