Mientras se escribe esta columna se vuelve a discutir en el Congreso el futuro de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Es el momento que tanto prometió en campaña el Centro Democrático: coger a golpes el Acuerdo de Paz. El uribismo, desde el 2016, está usando el efectivo eslogan de “paz sin impunidad”. De hecho, el martes en el debate, el senador Jonatan Tamayo dijo: “Queremos una paz con verdad, con perdón, pero sin impunidad. Un día como hoy se debe demostrar que los congresistas sí están del lado de las víctimas. Este no es un tema político. Las víctimas también están reclamado”. Pero resulta que todo proceso de paz implica una ponderación entre la verdad, la justicia, el castigo y la reparación.
La postura política del uribismo ante esta ponderación es clara: para ellos la justicia se equipara de manera absoluta con el castigo, la verdad no importa o, mejor dicho, no conviene, como tampoco conviene la reparación, pues implicaría el comienzo de una redistribución del poder en este país, poder al que Uribe está aferrado como un Gollum. Así que el castigo es lo único que queda, y de todas las opciones esta es, de lejos, la peor para las víctimas del conflicto colombiano, que han sido borradas de la historia y necesitan de la verdad, no solo para existir en este país, sino también para sentar las bases para la no repetición de los crímenes atroces que ocurrieron en el marco del conflicto.
El castigo es la forma de justicia más facilista, pues no implica un cambio estructural de las maneras del statu quo. El castigo es una sanción individual, lo que se presume es que si se remueve de la sociedad al agresor las agresiones se acaban con él. ¡Ojalá fuera tan sencillo! Como la mayoría de las violencias que vivimos, y especialmente las violencias que se dan en el marco del conflicto armado, surgen de problemas estructurales como la desigualdad (de clase, de género, de raza) o la impunidad. Así que castigar a un individuo actor del conflicto no resuelve las razones que llevaron al conflicto en primer lugar, y por eso luego vendrá otro y otro y otro, dispuesto a armarse, dispuesto a engrosar las filas del conflicto colombiano.
Las feministas sabemos esto desde hace rato, porque siempre hemos dicho que la violencia contra las mujeres es algo estructural. Los agresores, los feminicidas, los violadores no son excepcionales, son el fruto de una cultura que insiste desde todos los flancos en que las vidas de las mujeres no tienen un valor en sí mismo. Un sistema en el que las mujeres solo importamos como consumidoras para el mercado, como propiedad privada para los maridos, hijos, padres, hermanos, y como recurso natural para el Estado. Y mientras eso siga siendo así nos seguirán matando: detrás del feminicida que mandamos a la cárcel hoy viene otro y otro y otro, y todos son hijos sanos del patriarcado.
La guerra siempre exacerba todas las formas de violencia y en Colombia solo ha logrado recrudecer las violencias del patriarcado. Esta violencia patriarcal exacerbada solo empezará a disminuir cuando dejemos el conflicto atrás. Y la única forma de superar el conflicto colombiano es con verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Y esto solo es posible si se mantiene el Acuerdo de Paz, cuyo punto de apoyo fundamental es la Jurisdicción Especial para la Paz. Es por eso que las feministas y el movimiento de mujeres en Colombia entendemos perfectamente que los ataques a la JEP son también un golpe a las posibilidades de que todas las mujeres de este país lleguen a tener vidas dignas: sin el Acuerdo de Paz nuestros cuerpos volverán a ser el territorio de la guerra.
Mientras se escribe esta columna se vuelve a discutir en el Congreso el futuro de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Es el momento que tanto prometió en campaña el Centro Democrático: coger a golpes el Acuerdo de Paz. El uribismo, desde el 2016, está usando el efectivo eslogan de “paz sin impunidad”. De hecho, el martes en el debate, el senador Jonatan Tamayo dijo: “Queremos una paz con verdad, con perdón, pero sin impunidad. Un día como hoy se debe demostrar que los congresistas sí están del lado de las víctimas. Este no es un tema político. Las víctimas también están reclamado”. Pero resulta que todo proceso de paz implica una ponderación entre la verdad, la justicia, el castigo y la reparación.
La postura política del uribismo ante esta ponderación es clara: para ellos la justicia se equipara de manera absoluta con el castigo, la verdad no importa o, mejor dicho, no conviene, como tampoco conviene la reparación, pues implicaría el comienzo de una redistribución del poder en este país, poder al que Uribe está aferrado como un Gollum. Así que el castigo es lo único que queda, y de todas las opciones esta es, de lejos, la peor para las víctimas del conflicto colombiano, que han sido borradas de la historia y necesitan de la verdad, no solo para existir en este país, sino también para sentar las bases para la no repetición de los crímenes atroces que ocurrieron en el marco del conflicto.
El castigo es la forma de justicia más facilista, pues no implica un cambio estructural de las maneras del statu quo. El castigo es una sanción individual, lo que se presume es que si se remueve de la sociedad al agresor las agresiones se acaban con él. ¡Ojalá fuera tan sencillo! Como la mayoría de las violencias que vivimos, y especialmente las violencias que se dan en el marco del conflicto armado, surgen de problemas estructurales como la desigualdad (de clase, de género, de raza) o la impunidad. Así que castigar a un individuo actor del conflicto no resuelve las razones que llevaron al conflicto en primer lugar, y por eso luego vendrá otro y otro y otro, dispuesto a armarse, dispuesto a engrosar las filas del conflicto colombiano.
Las feministas sabemos esto desde hace rato, porque siempre hemos dicho que la violencia contra las mujeres es algo estructural. Los agresores, los feminicidas, los violadores no son excepcionales, son el fruto de una cultura que insiste desde todos los flancos en que las vidas de las mujeres no tienen un valor en sí mismo. Un sistema en el que las mujeres solo importamos como consumidoras para el mercado, como propiedad privada para los maridos, hijos, padres, hermanos, y como recurso natural para el Estado. Y mientras eso siga siendo así nos seguirán matando: detrás del feminicida que mandamos a la cárcel hoy viene otro y otro y otro, y todos son hijos sanos del patriarcado.
La guerra siempre exacerba todas las formas de violencia y en Colombia solo ha logrado recrudecer las violencias del patriarcado. Esta violencia patriarcal exacerbada solo empezará a disminuir cuando dejemos el conflicto atrás. Y la única forma de superar el conflicto colombiano es con verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Y esto solo es posible si se mantiene el Acuerdo de Paz, cuyo punto de apoyo fundamental es la Jurisdicción Especial para la Paz. Es por eso que las feministas y el movimiento de mujeres en Colombia entendemos perfectamente que los ataques a la JEP son también un golpe a las posibilidades de que todas las mujeres de este país lleguen a tener vidas dignas: sin el Acuerdo de Paz nuestros cuerpos volverán a ser el territorio de la guerra.