Esta semana Andrea Skinner, hija de la nobel canadiense Alice Munro, contó que fue víctima de abuso sexual cuando era niña y durante varios años, a manos de la pareja de su madre, Gerald Fremlin. Según Skinner, el abuso comenzó cuando ella apenas tenía nueve años de edad y fue el verano de visita a la casa de su madre. Cuando Skinner regresó a la casa de su padre le contó a un hermano y luego a su madrastra y a su padre, James Munro. Su padre le dijo que se quedara callada y siguió mandándola a casa de su abusador cada verano, así que la violencia continuó por varios años, hasta que ella llegó a la adolescencia. Fremlin, además de abusarla, le hablaba de su deseo por otras menores y de sus relaciones sexuales con su madre. En una ocasión, una pareja amiga de su madre y padrastro descubrió que Fremlin le había mostrado sus genitales a la niña, pero él lo negó y Munro hizo como si nada hubiera pasado.
Aunque el abuso comenzó en 1976, Skinner solo le contó a su madre hasta 1992, cuando vio que publicó un cuento corto sobre una chica que había sido abusada por su padrastro. Sin embargo, la reacción de Munro no fue solidaria. Trató el testimonio de su hija como si ella le estuviera contando de una infidelidad de su marido, le mencionó otros casos en los Fremlin mantenía “amistades” con menores de edad, y lo enmarcó todo como una serie de infidelidades de las que ella era la supuesta víctima. Esto hizo que Skinner se alejara de su familia, pero en 2005 decidió ir a las autoridades y logró una condena menor en contra de su padrastro, quien fue hallado culpable casi a sus ochenta años gracias a las cartas que él mismo escribió, donde la presentaba como una acosadora, seductora, rompehogares. A pesar de la condena, Munro siguió con Fremlin hasta su muerte en 2013, le dijo a su hija que había hablado demasiado tarde y que ella estaba muy enamorada para dejarlo. Esto ya era un secreto a voces. Lo sabía Robert Thacker, el biógrafo de Munro, quien decidió no incluir este detalle ni en la primera ni en la segunda edición de la biografía de la escritora por considerarlo un asunto privado. Si lo sabía Thacker, es bastante probable que lo supiera todo el gremio editorial de Munro. Apenas hasta hoy, meses después de la muerte de la nobel, Andrea Skinner decidió hacer público su abuso con un testimonio en primera persona para un diario canadiense.
Regresamos a uno de los más difíciles dilemas contemporáneos: si podemos separar la obra de la artista. Este caso es interesante porque Munro ha sido lo que, como señala la escritora Claire Dederer, es lo más monstruoso que puede ser una mujer: una mala madre, que no protegió a su hija, que puso su beneficio primero y por encima de la solidaridad de género y la justicia. Munro no está sola. Son muchas las madres que, aunque no deben ser culpadas por las acciones de sus parejas agresores, deciden guardar un silencio que las hace cómplices, a veces porque creen que están evitando un mal mayor como la ruptura de la familia, el desamparo económico, la soledad y el desprestigio, y haciendo también un daño irreversible con sus omisiones. Las consecuencias de la violencia de Fremlin las carga Skinner y quién sabe cuántas niñas más. Las cargará la reputación de Alice Munro, porque como ella misma le dijo a su hija, es un mundo misógino del que nadie puede escapar. Pero esta es una de las muchas conversaciones urgentes que tienen que salir a la luz para que podamos desnaturalizar la violencia sexual contra menores de edad.
Esta semana Andrea Skinner, hija de la nobel canadiense Alice Munro, contó que fue víctima de abuso sexual cuando era niña y durante varios años, a manos de la pareja de su madre, Gerald Fremlin. Según Skinner, el abuso comenzó cuando ella apenas tenía nueve años de edad y fue el verano de visita a la casa de su madre. Cuando Skinner regresó a la casa de su padre le contó a un hermano y luego a su madrastra y a su padre, James Munro. Su padre le dijo que se quedara callada y siguió mandándola a casa de su abusador cada verano, así que la violencia continuó por varios años, hasta que ella llegó a la adolescencia. Fremlin, además de abusarla, le hablaba de su deseo por otras menores y de sus relaciones sexuales con su madre. En una ocasión, una pareja amiga de su madre y padrastro descubrió que Fremlin le había mostrado sus genitales a la niña, pero él lo negó y Munro hizo como si nada hubiera pasado.
Aunque el abuso comenzó en 1976, Skinner solo le contó a su madre hasta 1992, cuando vio que publicó un cuento corto sobre una chica que había sido abusada por su padrastro. Sin embargo, la reacción de Munro no fue solidaria. Trató el testimonio de su hija como si ella le estuviera contando de una infidelidad de su marido, le mencionó otros casos en los Fremlin mantenía “amistades” con menores de edad, y lo enmarcó todo como una serie de infidelidades de las que ella era la supuesta víctima. Esto hizo que Skinner se alejara de su familia, pero en 2005 decidió ir a las autoridades y logró una condena menor en contra de su padrastro, quien fue hallado culpable casi a sus ochenta años gracias a las cartas que él mismo escribió, donde la presentaba como una acosadora, seductora, rompehogares. A pesar de la condena, Munro siguió con Fremlin hasta su muerte en 2013, le dijo a su hija que había hablado demasiado tarde y que ella estaba muy enamorada para dejarlo. Esto ya era un secreto a voces. Lo sabía Robert Thacker, el biógrafo de Munro, quien decidió no incluir este detalle ni en la primera ni en la segunda edición de la biografía de la escritora por considerarlo un asunto privado. Si lo sabía Thacker, es bastante probable que lo supiera todo el gremio editorial de Munro. Apenas hasta hoy, meses después de la muerte de la nobel, Andrea Skinner decidió hacer público su abuso con un testimonio en primera persona para un diario canadiense.
Regresamos a uno de los más difíciles dilemas contemporáneos: si podemos separar la obra de la artista. Este caso es interesante porque Munro ha sido lo que, como señala la escritora Claire Dederer, es lo más monstruoso que puede ser una mujer: una mala madre, que no protegió a su hija, que puso su beneficio primero y por encima de la solidaridad de género y la justicia. Munro no está sola. Son muchas las madres que, aunque no deben ser culpadas por las acciones de sus parejas agresores, deciden guardar un silencio que las hace cómplices, a veces porque creen que están evitando un mal mayor como la ruptura de la familia, el desamparo económico, la soledad y el desprestigio, y haciendo también un daño irreversible con sus omisiones. Las consecuencias de la violencia de Fremlin las carga Skinner y quién sabe cuántas niñas más. Las cargará la reputación de Alice Munro, porque como ella misma le dijo a su hija, es un mundo misógino del que nadie puede escapar. Pero esta es una de las muchas conversaciones urgentes que tienen que salir a la luz para que podamos desnaturalizar la violencia sexual contra menores de edad.