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Sofía Delgado y el punitivismo

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Catalina Ruiz-Navarro
24 de octubre de 2024 - 05:05 a. m.
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La semana pasada la policía encontró el cadáver de la niña Sofía Delgado, desaparecida hacía un par de semanas, enterrado en un cañaduzal cerca a la ciudad de Cali. Sofía Delgado tenía 12 años y salió de su casa en Villagorgona a comprar un champú para su mascota. Legó a la tienda del asesino confeso, Brayan Campo, de 32 años, quien horas antes intentó raptar a otra niña y sobre quien ya pesaba una denuncia por abuso sexual a una menor en 2018.

La tragedia causó indignación nacional, como suele pasar las pocas veces en que un feminicidio infantil llega a la agenda mediática nacional. La gobernadora del Valle del Cauca, Dilian Francisca Toro, recurrió a un preocupante lugar común en sus declaraciones: “Todo aquel que es capaz de agredir, maltratar, violar o asesinar a un niño, es un monstruo que debe ser excluido de la sociedad”. Para empezar, no da lo mismo que esto le suceda a un niño que a una niña, pues les menores de edad tienen todes vulnerabilidades, pero las niñas más. La solución no puede ser la vigilancia extrema, las niñas deberían poder ir a la tienda de la esquina sin exponerse a la violencia. Tampoco es cierto que estos agresores sean monstruos, pues solo lo son cuando los descubren; antes son vecinos, amigos, padres de familia. Por otro lado, decir que la solución es remover a los agresores de la sociedad es populista y reduccionista. Los cincuenta años de condena que probablemente recibirá Campo no regresan a Sofía Delgado a la vida, no repara a sus padres ni a su familia, ni previene que otros agresores hagan lo mismo. La solución punitivista también parece absurda ante los altos índices de impunidad en el país. La gente lo sabe y se llena de rabia, por eso los vecinos del barrio quemaron la casa del agresor en un intento de justicia que tampoco logra su cometido, pues la casa ni siquiera era de su propiedad.

Según el Instituto Nacional de Medicina Legal, entre enero y abril fueron asesinades 177 menores en Colombia. Esto es, un poco más de une diarie, una cifra exorbitante. La mayoría de las personas hemos aprendido a equiparar el castigo con la justicia, y esta equivalencia se da en un nivel visceral, al punto en que casi que pensamos que es un instinto. Pero ni la cárcel, ni las turbas furiosas, les devuelven la vida a las niñas asesinadas, ni les dan consuelo a las familias, ni han servido jamás para desincentivar la violencia y el delito. Cada vez que nos enteramos de algo así, vuelve a circular la brillante idea de la cadena perpetua, pero ¿por qué creemos que una condena indefinida será más efectiva para desincentivar el delito que una por cincuenta años que, para un hombre de 30, es prácticamente lo mismo?

No es fácil migrar a un sistema basado en la prevención y en la reparación antes que en el castigo, y menos en un caso tan doloroso como este. Definitivamente es incómodo, pero no es imposible. No hemos terminado de inventar cómo sería un sistema de justicia restaurativa enfocado en prevenir la violencia; implica un esfuerzo colectivo que pasa por la empatía, la paciencia, la imaginación y por desmontar el vínculo emocional que hemos construido entre el castigo y la justicia. Y, sobre todo, implica un cambio de enfoque. Salvar las vidas de las niñas es siempre más importante que castigar a sus agresores.

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