Colombia, los nombres y el control por la identidad
Los nombres, apellidos y apodos están cargados de valores culturales. La forma en la que arbitrariamente nos referimos a las personas, también. Pensemos, por ejemplo, cómo a los hombres se les llama usualmente por su apellido y a las mujeres por su primer nombre. En el 2018, las investigadoras Stav Atir y Melissa Ferguson concluyeron que la probabilidad de que un hombre sea llamado por su apellido es el doble a que sea llamada por su apellido una mujer. Pasa con políticas, con escritoras, con profesoras y hasta con personajes de ficción. Por más renombre y reconocimiento, seguimos hablando de Francia, Kamala, Claudia, Hillary, Íngrid, Marta Lucía o Paloma.
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Los nombres, apellidos y apodos están cargados de valores culturales. La forma en la que arbitrariamente nos referimos a las personas, también. Pensemos, por ejemplo, cómo a los hombres se les llama usualmente por su apellido y a las mujeres por su primer nombre. En el 2018, las investigadoras Stav Atir y Melissa Ferguson concluyeron que la probabilidad de que un hombre sea llamado por su apellido es el doble a que sea llamada por su apellido una mujer. Pasa con políticas, con escritoras, con profesoras y hasta con personajes de ficción. Por más renombre y reconocimiento, seguimos hablando de Francia, Kamala, Claudia, Hillary, Íngrid, Marta Lucía o Paloma.
Las razones para este fenómeno son varias. Hasta hace poco las mujeres casadas adquirían el apellido de su esposo y la forma de diferenciarlas de su cónyuge era utilizando su primer nombre. Además, referirse a alguien por su apellido ha sido tradicionalmente una señal de respeto y reconocimiento de la autoridad, pues muestra que se avala al interlocutor, normalmente diciendo primero su título, al tiempo que se genera una distancia y se evitan malinterpretaciones confianzudas. A esto le han seguido prácticas más sexistas relacionadas con la infantilización de la mujer cuando, para no concederle autoridad o edad, se le quita el “señora”.
Pero no es solo el sexismo. El control sobre la identidad de otros va por varios caminos. En Colombia, al sexismo se suma el clasismo. Recuerdo cuando en el 2010 unos economistas, incluido Alejandro Gaviria, publicaron un artículo sobre las consecuencias económicas de un “nombre atípico”. El estudio analizaba los perfiles de distintos colombianos y concluía que un “colombiano sin tocayo”, pero con apellido común, tenía un salario entre 10 y 20 % menor que el de personas con el mismo perfil educativo, laboral y de procedencia. Por nombres comunes se referían a José, Carlos, María, Ana. En la lista de nombre “sin tocayo” estaban Jerson, Ederson, Magnory, Globys, Saida. Es decir, bien llamarse Carlos López. Perfecto llamarse Saida Warsi, pero ay de llamarse Claudia Nayibe López.
Cualquiera que viva en Colombia sabe el peso social de los nombres. Se generan normas culturales tan ridículas como que sólo puede tener un nombre extranjero quien tenga apellido extranjero. Que sólo puede tener nombre exótico quien sea artista o influencer. Que sólo puede tener dos apellidos quien tenga padre y madre. Y así, como si de la peor tiranía se tratara, controlamos hasta cuántas veces nos podemos cambiar de nombre y cómo lo hacemos. El sexismo y clasismo de los nombres en nuestro país tiene muchas causas, pero una de ellas es la vocación de control. Sin duda, en Colombia hay una vocación cultural muy fuerte de querer ubicar a cada cual en su “sitio”.
En Estados Unidos, una estudiante universitaria le dijo a una colega que quería que se refirieran a ella en clase como en casa: “princesa Diana”. A la profesora le pareció algo atípico, ahí sí, pero como así lo quiso, así se le dijo. Y “princesa Diana” fue el nombre de la estudiante durante todo el trimestre. ¿Excesivo? Quizá, pero menos dañino que nuestra metichez: “Que es una arribista por quedarse con el apellido Springer”, “que se cree más por ponerle un guion intermedio a sus dos apellidos”, “que no le digo Fico sino Federico”. Sí, hay momentos en los que la decisión de cómo nombrar a un político se vuelve política. ¿Pero qué hay de político en “Fico”? Si el hombre se quiere llamar “Fico”, pues se le dice “Fico”. Algo que poco le conviene para una contienda a la Presidencia (nótese que el mejor en comunicación se llama a sí mismo “el ingeniero”), pero es su decisión. Allá él si quiere quedarse con el apodo de colegio. Los que no podemos quedarnos en el colegio somos el resto de nosotros.