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Algunas de las más prestigiosas universidades del mundo están replanteando el uso de los famosos MOOC (cursos masivos abiertos on line). Pese a la promesa de poder hacer el conocimiento más democrático, la calidad de este tipo de aproximaciones pedagógicas ha dejado mucho que esperar.
Por impresionante que sea la calidad de las cátedras dictadas por los académicos famosos, si la corrección y la retroalimentación se delegan a asistentes externos, el aprendizaje sea hace impersonal y difícil.
En principio, el atractivo de estos cursos es que logran llegar a una audiencia mayor y con ello hacen más accesible el conocimiento, pues permiten una educación a distancia y por menor precio (hay algunos incluso gratis). Pero ya las instituciones se han dado cuenta de que el aprendizaje así no funciona del todo. Una cosa es adquirir conocimiento y otra es aprender. Con relación a los MOOC, se habla incluso de engaño.
Pero esta preocupación por la educación masiva no es nueva. En 1902 John Dewey manifestó que los cursos atiborrados de estudiantes carecían de una lógica interna, así como de cohesión, lo cual los hacía deficientes. De hecho, durante la Guerra Fría uno de los grandes retos de EE.UU. fue disminuir la proporción estudiante/profesor de 26/1 a 18/1 y así igualar el rango de la Unión Soviética. Sin ir muy lejos, uno de los criterios actuales para evaluar los ranquines de las universidades es la proporción profesor/estudiante.
Aunque en un caso se habla de educación on line y en el otro presencial, el problema sobre el aprendizaje es el mismo. En Colombia, bien por falta de recursos, de infraestructura o de política institucional, se sigue creyendo que entre más masivo mejor. Algunas universidades miden a sus profesores por el número de estudiantes que se inscriben en sus clases y en otras se promueven las clases magistrales por encima de los seminarios. ¿Pero hace esto más democrático el acceso?