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Cuando leí que los trabajadores del New York Times estaban en huelga pensé que era fake news. Busqué artículos en varias fuentes pues me parecía muy extraño que existiera ese grado de insatisfacción en un lugar que ha tenido por años una de las mejores reputaciones en el mundo periodístico. El NYT ha sido el periódico liberal que ha buscado regirse por los protocolos del buen periodismo y la buena conciencia y por ello se ha convertido en el lugar en el que periodistas reputados buscan consolidar su carrera.
De hecho, varios trabajadores tienen una relación casi filial con el NYT. La periodista Amanda Hess, por ejemplo, escribió en Twitter: “Este es un día triste para el @nytimes. Esta compañía prometió $150 millones en recompras de acciones este año, pero está ofreciendo al personal lo que equivale a un recorte salarial, durante una inflación récord en la ciudad más cara del mundo. Amo al Times y quisiera que me amara de vuelta”. Hess esperaba la reciprocidad que uno espera cuando ha dado todo en una relación. Sin embargo, se sintió traicionada: el NYT no estaba correspondiendo su entrega en el salario.
El amor de Hess por su empresa no es atípico. De hecho, viene de un discurso que hemos incorporado hace ya un tiempo en el que uno debe amar lo que hace. Mi desconcierto al ver una empresa “amada” como el NYT enfrentando una protesta viene justamente de mi interpretación de este periódico como una de esas empresas reconocidas por tener un ambiente laboral agradable, en la que se compartía con personas que coincidían en su compromiso por un proyecto loable. En otras palabras, como una empresa-familia en la que sus miembros encuentran mucho más que un salario.
Sin embargo, como lo dijo la periodista y escritora Sarah Jaffe, “durante la pandemia, muchas personas se dieron cuenta de que a su jefe no le importaría si se mueren”. Jaffe analizó cómo, durante los dos últimos años, a pesar de las terribles condiciones, los trabajadores siguieron siendo presionados a producir como si nada. La incongruencia entre las exigencias laborales y la inflación ha vuelto a encender el debate. Es en estos momentos de crisis cuando se vuelve esencial resaltar la relación contractual con las empresas. Hay deberes de los empleados, pero también de los empleadores que no se pueden difuminar en el “amor”.
Hace dos semanas el tribunal supremo de Francia declaró injusto el despido de un trabajador acusado por su empresa de “no ser lo suficientemente divertido”. La razón: el hombre se rehusaba a participar de las actividades sociales por fuera del trabajo. El tribunal argumentó que es una libertad fundamental negarse a este tipo de socialización. Este caso vuelve sobre el fin de la empresa-familia. El trabajo es importante, hay que cumplir con el deber, pero ese compromiso no puede desvanecer los límites contractuales.
Ahora que vendrán reajustes en toda la economía, vale la pena tener claras las expectativas por parte y parte. Ni las empresas deben ser el hogar de los empleados, ni los empleados deben creer que su empresa es su hogar. El amor en cualquier relación sana requiere de constantes renegociaciones.