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La incultura de los hinchas colombianos en el partido de la final de la Copa América hizo que varios analistas intentaran explicar el porqué de semejantes comportamientos. Entre todas las mea culpas y mortificaciones con cilicio, salió un tema que me interesó: el arquetipo del colombiano de Miami. En redes sociales circuló un discurso sobre el comportamiento chabacán de este arquetipo como una de las razones de los desmanes. Esta figura lleva años construyéndose y ya empieza a tener su mellizo en España, en donde ya a algunos barrios de Madrid se les está llamando los Miami-Dade. Me interesa sobre todo porque este arquetipo tiene muchas características de un tipo de votante contemporáneo que se deslumbra por candidatos ordinarios de eslóganes simples.
Los colombianos migran a todos lados, pero desde hace ya décadas la Florida es el destino de quienes quieren tener los salarios del primer mundo con la calidez del tercero. Los arquetipos no agotan individuos y están llenos de excepciones, pero, a rasgos generales, el colombiano de Miami bien podría hacer parte de la escenografía de series tipo Dexter o CSI: carros grandes, gafas de sol, centros comerciales, casas con piscina, guayaberas, autopistas, salsa o son, playa y palmeras. El lujo tropical es la primera característica: querer comprarse todo aquello que es mucho más caro en su país de origen: último teléfono, zapato tenis modelo basquetbolista, gafa con lente de espejo, carro grande estilo Hummer engallado con rines de lujo.
Sin embargo, lo interesante no es la estética sino la contradicción. Este colombiano sufre una mezcla intensa de vergüenza y patriotismo. Odia que le mencionen a Pablo Escobar, pero vive deslumbrado por lo narco. Cuando logra conseguir papeles se siente más gringo que Jefferson y cree que si se vuelve republicano su sangre se seguirá purificando. Varios ponen la bandera de Estados Unidos en la puerta, no sin ganas de poner la confederada. En esa mezcla de amor y odio propio detestan que otros más como ellos crucen la frontera, y pocas cosas los caracterizan más que el discurso antimigración; quieren ser los únicos nuevos gringos y buscan tirar la escalera por la cual ellos mismos treparon.
El éxito lo miden en dólares y finca raíz, de ahí que este último sea uno de los empleos por excelencia del colombiano de llegada. Y son estas mediciones lo que lo convierten en el perfecto votante de candidatos estilo Trump; políticos que prometen una idea de logro con base en lo que se puede fácilmente sumar. Sin duda, es duro vivir en extremo medido, y hay algo reconfortante en el exceso comercial. Pero el lío no está realmente ahí, en la compra, sino en ser consumidores y nada más. La vida no es un gigantesco Black Friday en el que la gente se aglutina por los ductos de ventilación con ánimo, además, de ser el último que se cuela.
Muchos creerán que estoy siendo elitista y desconectada, que ese comportamiento inculto es el comportamiento del pueblo duro y puro que trabaja y se esfuerza y se compra sus camionetas (y por qué no, también sus mujeres) porque la vida es una y hay que gozarla. Y quizá sea cierto, no que ese sea el goce, sino que esté algo desconectada. Pero también es cierto que por no sonar elitistas ahora tenemos un ministro de Educación que no sabe escribir, en la Florida están quemando libros, y la principal democracia del mundo está en riesgo de elegir a un criminal gracias a los votos de esos latinos que él muy sinceramente desprecia, pero cuyo reconocimiento ellos ansían tener.