En la campaña presidencial de 2022, Francia Márquez acuñó uno de los términos más poderosos y que la consolidaría como el fenómeno electoral de entonces: los nadies. Fue un término que logró reunir varios elementos de la comunicación política, desde apelarle a una suerte de mayoría silenciosa que por años no tuvo voz en el discurso público y de la que el poder no sabía, o mejor, no quería saber, hasta convertirse en una variedad de significante amplio capaz de acoger diferentes demandas de todos los que por años se habían considerado ninguneados.
En su momento, el antropólogo Arturo Escobar definió a los nadies como las personas de clase trabajadora, empobrecidas, negras, indígenas, campesinas, trans y muchas otras excluidas. Las asoció con la categoría de “bárbaros”, que, en su momento, refería a los diferentes que vivían por fuera de la ciudad y que más adelante la historia los volvería “chusma”, “desechables”, “brujas” y más. Eduardo Galeano lo resumió todo muy bien poniendo a estas poblaciones maltratadas como los hijos de nadie y los dueños de nada.
Los nadies tuvieron como su líder y símbolo a Márquez, quien logró además esa imagen icónica que mezclaba el póster de la mujer trabajadora estadounidense con su puño alzado y el mensaje de “sí podemos”, con un estilo innovador como lo fue el cartel de Obama de “esperanza”. Los colores vivos y la frase “soy porque somos” le dio ese sentido de colectividad a todos los nadies colombianos que salieron a votar por ella, y a todos los demás que al apoyarlos creyeron estar construyendo un nuevo y mejor país.
Sin embargo, en el gobierno de Márquez los nadies no se han convertido del todo en alguien. Por el contrario, ahora se difuminan en el nadie del Estado. Ese nadie burocrático del proceso kafkiano en el que los individuos se pierden y en donde nadie es responsable de nada. Aquí prevalece el uso impersonal del lenguaje junto con esa voz pasiva que tanto le gusta al hablante de español colombiano: “se cayó la reforma” o “la licitación de pasaportes fue suspendida”.
Los sujetos del nuevo gobierno son, además, máquinas etéreas a las que no se puede acceder. “El sistema” se daña o los “Extraños” hacen mal la agenda o, como más recientemente dijo la vicepresidenta, en el debate de control político sobre el presupuesto del Ministerio de la Igualdad: “Los correos … rebotan”. Y no, el problema de la vicepresidenta no es la excusa de estudiante adolescente, sino caer burdamente en afianzar el cliché del “gobierno incompetente de izquierda”. Un lugar ya no tan común en el que el Estado “son todos”, “son el pueblo”, pero en realidad “son nadie”, “son nada”, porque la condena es la desintegración por negligencia.
El lenguaje burocrático, ese que es impersonal, un poco inflado, más lleno de adjetivos que de verbos, es muy común en los estudiantes universitarios que todavía están aprendiendo a escribir. Es una estrategia en la que sienten que si su discurso se ve alejado, rimbombante y sin dolientes es de alguna forma más adulto, más serio, más profesional. El lío de semejante estilo, además de feo, es que los exime apropiarse, pensar y resolver e ir desarrollando su propia voz.
Es difícil enseñar a pensar con rigor y por cuenta propia, y esta generación pandémica está más que retadora, pero se le abona que al menos han dejado de lado las excusas mentirosas o exculpatorias como la de Márquez. Ya no se “mueren las abuelas” o “se cae el internet”. Ahora te hablan con una honestidad tan brutal como desconcertante: “me tomé una siesta y se me pasó la entrega” o “llegué cansada del concierto de Bad Bunny y por eso no fui a clase”. El descaro, sobra decir, no está justificado, pero al menos vuelve la responsabilidad sobre ellos mismos, sobre lo que hicieron y lo que les pasó, y no sobre un universo que conspira contra ellos.
En la campaña presidencial de 2022, Francia Márquez acuñó uno de los términos más poderosos y que la consolidaría como el fenómeno electoral de entonces: los nadies. Fue un término que logró reunir varios elementos de la comunicación política, desde apelarle a una suerte de mayoría silenciosa que por años no tuvo voz en el discurso público y de la que el poder no sabía, o mejor, no quería saber, hasta convertirse en una variedad de significante amplio capaz de acoger diferentes demandas de todos los que por años se habían considerado ninguneados.
En su momento, el antropólogo Arturo Escobar definió a los nadies como las personas de clase trabajadora, empobrecidas, negras, indígenas, campesinas, trans y muchas otras excluidas. Las asoció con la categoría de “bárbaros”, que, en su momento, refería a los diferentes que vivían por fuera de la ciudad y que más adelante la historia los volvería “chusma”, “desechables”, “brujas” y más. Eduardo Galeano lo resumió todo muy bien poniendo a estas poblaciones maltratadas como los hijos de nadie y los dueños de nada.
Los nadies tuvieron como su líder y símbolo a Márquez, quien logró además esa imagen icónica que mezclaba el póster de la mujer trabajadora estadounidense con su puño alzado y el mensaje de “sí podemos”, con un estilo innovador como lo fue el cartel de Obama de “esperanza”. Los colores vivos y la frase “soy porque somos” le dio ese sentido de colectividad a todos los nadies colombianos que salieron a votar por ella, y a todos los demás que al apoyarlos creyeron estar construyendo un nuevo y mejor país.
Sin embargo, en el gobierno de Márquez los nadies no se han convertido del todo en alguien. Por el contrario, ahora se difuminan en el nadie del Estado. Ese nadie burocrático del proceso kafkiano en el que los individuos se pierden y en donde nadie es responsable de nada. Aquí prevalece el uso impersonal del lenguaje junto con esa voz pasiva que tanto le gusta al hablante de español colombiano: “se cayó la reforma” o “la licitación de pasaportes fue suspendida”.
Los sujetos del nuevo gobierno son, además, máquinas etéreas a las que no se puede acceder. “El sistema” se daña o los “Extraños” hacen mal la agenda o, como más recientemente dijo la vicepresidenta, en el debate de control político sobre el presupuesto del Ministerio de la Igualdad: “Los correos … rebotan”. Y no, el problema de la vicepresidenta no es la excusa de estudiante adolescente, sino caer burdamente en afianzar el cliché del “gobierno incompetente de izquierda”. Un lugar ya no tan común en el que el Estado “son todos”, “son el pueblo”, pero en realidad “son nadie”, “son nada”, porque la condena es la desintegración por negligencia.
El lenguaje burocrático, ese que es impersonal, un poco inflado, más lleno de adjetivos que de verbos, es muy común en los estudiantes universitarios que todavía están aprendiendo a escribir. Es una estrategia en la que sienten que si su discurso se ve alejado, rimbombante y sin dolientes es de alguna forma más adulto, más serio, más profesional. El lío de semejante estilo, además de feo, es que los exime apropiarse, pensar y resolver e ir desarrollando su propia voz.
Es difícil enseñar a pensar con rigor y por cuenta propia, y esta generación pandémica está más que retadora, pero se le abona que al menos han dejado de lado las excusas mentirosas o exculpatorias como la de Márquez. Ya no se “mueren las abuelas” o “se cae el internet”. Ahora te hablan con una honestidad tan brutal como desconcertante: “me tomé una siesta y se me pasó la entrega” o “llegué cansada del concierto de Bad Bunny y por eso no fui a clase”. El descaro, sobra decir, no está justificado, pero al menos vuelve la responsabilidad sobre ellos mismos, sobre lo que hicieron y lo que les pasó, y no sobre un universo que conspira contra ellos.