Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El caso de Geraldine Fernández, la barranquillera que mintió sobre su participación en la película El niño y la garza, generó en las audiencias una fascinación mezclada con morbo. En redes digitales se vieron infinitos memes, comentarios de indignación y comparaciones con otras situaciones en las que la Costa nacional ha sido protagonista de engaños. Salieron a la luz nuevamente la historia del embarazo de trapos, la visita de Tarantino, el fantasma de Michael Jackson y el falso meteorito. En sólo un par de días, Geraldine Fernández alcanzó más fama que la que hubiera tenido si la historia de su vida no hubiera sido fabricada.
Los que se las dieron de serios orientaron las críticas a los medios de comunicación que, en su afán de publicar, le hicieron eco a una noticia falsa sin verificación. Pero, más allá de la negligencia periodística, este caso llama la atención por su doble fuerza: la apetecida narrativa de “el colombiano que la logra en el exterior” y la otra, al parecer, mucho más llamativa, la de “el colombiano que engaña”. Una fuerza que consiste en bajar las barreras del oyente, disminuir escepticismo y ofrecer entrada gratuita a la convicción.
Sin duda, para que las historias sean persuasivas, requieren, entre otras cosas, que las audiencias, incluidos periodistas, quieran creer en ellas. Lo anterior está atado a unos valores colectivos. No es fortuito que los medios rápidamente se obsesionen con historias como la de “la primera astronauta colombiana” o como el caso de Fernández, esa colombiana de provincia que “la sacó del estadio” trabajando con el director y animador Hayao Miyazaki. Es siempre gratificante leer, entre tantas dificultades, que alguien “la logró con toda”. Pero sobre todo hay un fresquito cuando se demuestra, otra vez más, no sólo que no somos todos narcos o asesinos de presidentes haitianos, sino que hay esperanzas, así sea dispersas, de excelencia.
Más difícil de explicar es por qué es tan atractiva y genera tanto enganche la narrativa del fraude. Si nos emocionó Geraldine, nos debió decepcionar su mentira. Pero no fue decepción lo que invadió las redes, fue fascinación morbosa. Y esto sucede no sólo en Colombia. En los últimos años las historias de personas que han engañado con descaro se han vuelto tan llamativas que tenemos de ellas hasta series de televisión. Pensemos en el Fyre Festival, por ejemplo, o en Anna Sorokin, la supuesta heredera millonaria. También, en Elizabeth Holmes y su invento científico o en el llamado “estafador de Tinder”. Todos engañaron, fueron descubiertos y, de ahí, saltaron a la fama.
Admitámoslo, hay algo de esta fascinación que se asemeja a la producida por el género del true crime, que entre más perverso más obsesiona. Sin embargo, con la narrativa del engaño hay varias diferencias. La más significativa es quizá el sentimiento de justicia. Cuando la historia del engañador se hace pública es porque ya fue descubierto. Esto da una sensación de orden, de ajuste cósmico de cuentas y de recuperación de verdad. Es siempre bueno saber que en la cultura de “el vivo y el bobo” a veces paga el vivo. Algo muy diferente a lo que sucede con el true crime, pues en este caso el daño es tan profundo, tan desgarrador, tan visceral, que muy poco en realidad puede recuperarse.
Pero, al mismo tiempo, la fascinación de casos como el de Geraldine, a diferencia del true crime, es que les dan a las audiencias una complacencia, probablemente falsa, de que ellos nunca serían “los bobos”. Nadie culpa a la niña asesinada por un hombre monstruoso. En cambio, con el engaño convive la convicción de que ellos jamás serían “los bobos” que compran las boletas del Fyre Festival, ni le creerían al estafador de Tinder y podrían ver a Sorokin o a Holmes por lo que son. Aun así, poco conviene subestimar el poder de lo carismáticos, agudos y palabreros que son los estafadores. Millones y millones se han perdido por esa tendencia a ceder ante lo que nos complace.