Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En el 2016, el periodista uruguayo Leonardo Haberkorn escribió una carta en la que cuenta por qué renunció a dictar clases en la universidad. Haberkorn, además de exhausto de pelear contra la distracción de los teléfonos móviles, no pudo más con la indiferencia de los jóvenes ante los eventos noticiosos y globales. En la carta, el profesor se quejaba: “cada vez es más difícil explicar cómo funciona el periodismo ante gente que no lo consume ni le ve sentido a estar informado”.
Y sí, es extraño, por no decir desconcertante, dictar clases sobre periodismo a personas que no leen noticias. Sin embargo, el caso de los estudiantes de Haberkron y los míos, que tampoco se están informando, no parece ser el mismo. Según el profesor, sus estudiantes manifestaban un desinterés postadolescente por todo lo que sucede por fuera de su círculo de amigos. Los míos, en cambio, están teniendo una genuina angustia al leer las noticias. Uno de ellos aseguró sentirse frustrado porque le gustaría enterarse de asuntos globales para reflexionar sobre el poder, pero la ansiedad lo abrumaba.
Lo primero que pensé fue que los responsables de esta sobrecarga de miedos eran los periodistas y su elección de ángulos. Sin embargo, empecé a leer estudios que siguen corroborando el romance químico que tienen los lectores con los sesgos negativos. Por ejemplo, un estudio del profesor Stuart Soroka concluye que, aunque no debemos descartar el potencial del contenido positivo, psicológicamente los humanos promedio se activan más con contenido negativo. Las personas tienden a leer, priorizar y compartir mucho más las malas noticias.
Lo triste es que este comportamiento no parece tratarse de un amor a la angustia, sino a una búsqueda de seguridad en y para los otros. En principio, alertar de un riesgo a un ser querido lo protege y, si no hay nada que hacer, al menos se sufre en compañía. El problema está siendo que los algoritmos parecen haber entendido este comportamiento humano. Esto ha hecho todo más difícil porque en el imaginario de muchos medios, gobiernos y figuras públicas, a quienes se dirige el mensaje es cada vez menos la audiencia y cada vez más el algoritmo. Cómo lograr que Google nos encuentre, que Instagram no nos castigue, que TikTok nos replique y que X no nos desaparezca del feed son las preguntas que guían la comunicación.
Las declaraciones de Putin sobre una posible tercera guerra mundial desencadenaron un frenesí mediático global, con titulares alarmantes sobre conflictos y amenazas nucleares. Esto evidencia cómo los políticos están aprovechando los algoritmos para difundir mensajes catastróficos y ganar visibilidad. Putin se ha convertido en una figura omnipresente en los medios mientras que, en Colombia, la mención de una constituyente por parte de Petro ha desatado una competencia entre políticos por capitalizar el temor. En resumen, más miedo, más terrorismo, más odio y más resentimiento son los mensajes que dominan, ya que son los que captan la atención de los algoritmos.
Muchos argumentarán, con razón, que siempre ha existido este fenómeno. Periódicos sensacionalistas, políticos ventajosos, resentimientos alborotados: todos eran parte del panorama. La diferencia radica en que antes podíamos discernir, encontrar refugio en espacios seguros y evadirnos fácilmente de la avalancha publicitaria. Existía El Espacio, que tenía su modo de seleccionar y contar las noticias, y otros periódicos con enfoques diversos: algunos más equilibrados, otros más críticos, pero todos aportando variedad. Sin embargo, en la actualidad, los dictámenes de los algoritmos están homogeneizando las demandas comunicativas. Nos bombardean constantemente desde todas las pantallas que llevamos con nosotros y no son pocos los que están decidiendo salirse de la discusión pública para proteger su psiquis.