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Barichara siempre ha sido un importante referente arquitectónico y patrimonial del país. Es el camino de Lengerke, por ahí trazaron sus vías los misteriosos Guane. Al filo del cañón el pueblo mismo tiene un orígen místico: un campesino se encontró a la Virgen en 1702 y a partir de allí se formaron sus calles empedradas, sus casas de adobe, sus iglesias inmortales. En 1978 fue declarado Patrimonio Cultural de Colombia y en los años noventa personalidades como el expresidente Belisario Betancur decidieron irse a vivir allí. Pero, sin duda, el hijo adoptivo más importante que ha tenido Barichara es el maestro David Manzur. Tenía 75 años el pintor cuando decidió quemar sus naves y empezar una nueva juventud allí. Mal no le ha ido. Viéndolo en la última edición del Artbo, donde fue el gran homenajeado.
La primera vez que Manzur fue a Barichara fue en 1979 y, como él mismo lo reconoció, no le gustó. Es que llegar era muy intrincado. Pero debido a la belleza de la capilla de Santa Bárbara, en la cima del pueblo, no pudo resistir la tentación de volver al orígen: no, el maestro nació en Neira, un pueblito caldense de casas de guadua, pero, al fin y al cabo, todos pueden ser el mismo pueblo y el hastío de las grandes ciudades lo llevó a tomar el consejo de su amigo Belisario: irse a vivir a un lugar en donde el tiempo está detenido.
Los que afirman que Medellín es la Ciudad de la eterna primavera no han pasado más de una semana en este lugar. Para Manzur Barichara reúne las condiciones perfectas para la pintura, y como alguna vez lo escribió mentiría si acá ha encontrado la tranquilidad: “No estoy de acuerdo con que cuando uno llega a la vejez deba usar una boina y sentarse todos los días bajo la sombra de un árbol. La tranquilidad es peligrosa y, para mí, significa la muerte”. Pero sí le dio el suficiente aislamiento para pensar sin que el ruido ni las aglomeraciones lo jodieran tanto.
Manzur tiene 95 años y está más vigente que nunca. Su obra habla por sí misma, pero viendo lo que sucedió en el último Artbo en la conversación con María Paz Gaviria, no me cabe duda de su admirable capacidad de provocar. Al borde del centenario este monstruo todavía puede hacer incendios.
Su influencia fue fundamental, además, para poner en el mapa del arte en Colombia a Barichara, un pueblo de escultores y de artistas que necesitaba un referente para potenciar lo que siempre ha sido: un paraíso enclavado en un cañón. Una belleza que no ha dejado indiferente ni a los Guane ni al propio Manzur.