En Aracataca supe por qué Gabo era más feliz en México que en Colombia
Catalina Valencia
Viajé por la región del Magdalena y llegué hasta Aracataca. En el trayecto, mientras veía los puestos de frutas tropicales, las ceibas y los matarratones, pensaba en el deslumbrante universo de Gabo, en el origen, me imaginé a Macondo, con su río de piedras grandes, blancas y redondas como huevos de dinosaurio y las tan citadas mariposas amarillas.
Sabe bien pensar en Gabo y en Macondo en esas carreteras. De pronto se encuentra uno con el anuncio de las mejores arepas de huevo con su aderezo de suero costeño. Más allá con las empanadas de camarón y las butifarras, las carimañolas y los fritos de cerdo.
Al llegar a la casa del telegrafista, primer destino, encontré la historia viva del linaje de Gabo, y ese universo cobró sentido. Allí, en ese lugar olvidado del Caribe, nos reunimos con personas que tienen por oficio hacer que la memoria de Gabo persista y resista. Hacen mucho con poco, se las arreglan para contar con amor las historias de su origen.
Así son los territorios que llamamos sin rubor la Colombia profunda, lugares donde no llega la mano del Estado, llenos de riquezas culturales, tierra donde crecieron personalidades que le dan lustre al país.
Me encontré con el librero del pueblo, un hombre apasionado por prodigarles lecturas a los niños y a los jóvenes. Me di cuenta entonces de que si en cada pueblo hubiese un librero con su vocación, sería más fácil mirar hacia delante y a la vez mantener el arraigo y la memoria.
El viaje me llevó también hasta Leo Matiz. ¿Cuántos lo conocen? Su casa es el recordatorio que es poco el reconocimiento a los grandes artistas. Aracataca es la tierra de dos grandes, es un lugar olvidado que, camino al centenario del nacimiento de Gabo, tenemos que rescatar.
Volví a Bogotá con un sabor amargo. Me encontré con una amiga que conoce a México, que sabe de la relación de Gabo con la tierra que alguna vez fue de los aztecas, y entre anécdotas afirmamos la convicción de que quizás allá les prestan más atención a sus personajes, que quizá por eso Gabo se sentía tan cómodo en ese país.
La Aracataca de Gabo es más bien el Macondo surreal y olvidado. Más parecido a Comala que a la tierra que encontró Melquiades. Pronto será el centenario de su nacimiento y quisiera que nos acercáramos a Gabo y al lugar donde nació. Sin duda fue él quien nos dio una identidad universal, junto a Botero y a otros artistas nos liberó de que nuestra única representación en el exterior fuera un cartel de la droga.
Viajé por la región del Magdalena y llegué hasta Aracataca. En el trayecto, mientras veía los puestos de frutas tropicales, las ceibas y los matarratones, pensaba en el deslumbrante universo de Gabo, en el origen, me imaginé a Macondo, con su río de piedras grandes, blancas y redondas como huevos de dinosaurio y las tan citadas mariposas amarillas.
Sabe bien pensar en Gabo y en Macondo en esas carreteras. De pronto se encuentra uno con el anuncio de las mejores arepas de huevo con su aderezo de suero costeño. Más allá con las empanadas de camarón y las butifarras, las carimañolas y los fritos de cerdo.
Al llegar a la casa del telegrafista, primer destino, encontré la historia viva del linaje de Gabo, y ese universo cobró sentido. Allí, en ese lugar olvidado del Caribe, nos reunimos con personas que tienen por oficio hacer que la memoria de Gabo persista y resista. Hacen mucho con poco, se las arreglan para contar con amor las historias de su origen.
Así son los territorios que llamamos sin rubor la Colombia profunda, lugares donde no llega la mano del Estado, llenos de riquezas culturales, tierra donde crecieron personalidades que le dan lustre al país.
Me encontré con el librero del pueblo, un hombre apasionado por prodigarles lecturas a los niños y a los jóvenes. Me di cuenta entonces de que si en cada pueblo hubiese un librero con su vocación, sería más fácil mirar hacia delante y a la vez mantener el arraigo y la memoria.
El viaje me llevó también hasta Leo Matiz. ¿Cuántos lo conocen? Su casa es el recordatorio que es poco el reconocimiento a los grandes artistas. Aracataca es la tierra de dos grandes, es un lugar olvidado que, camino al centenario del nacimiento de Gabo, tenemos que rescatar.
Volví a Bogotá con un sabor amargo. Me encontré con una amiga que conoce a México, que sabe de la relación de Gabo con la tierra que alguna vez fue de los aztecas, y entre anécdotas afirmamos la convicción de que quizás allá les prestan más atención a sus personajes, que quizá por eso Gabo se sentía tan cómodo en ese país.
La Aracataca de Gabo es más bien el Macondo surreal y olvidado. Más parecido a Comala que a la tierra que encontró Melquiades. Pronto será el centenario de su nacimiento y quisiera que nos acercáramos a Gabo y al lugar donde nació. Sin duda fue él quien nos dio una identidad universal, junto a Botero y a otros artistas nos liberó de que nuestra única representación en el exterior fuera un cartel de la droga.